ZAMORANA
El rastro de la muerte
El rostro ajado, la piel reseca, casi agrietada; la mirada perdida, los ojos secos, hundidos y escondidos tras unas gafas oscuras, los andares cansinos y pausados, las manos grandes, huesudas y vacías de amor, ella que había repartido tanto; la mente vacía de pensamientos porque todos se habían consumido; ya no le quedaban lágrimas, ni silencios, ni siquiera un motivo por el que continuar sola día tras día, con miedo a regresar a una casa que una vez bullía de gente y recuerdos, pero ahora estaba tan huera como ella misma.
María tenía una rutina que llevaba a rajatabla; cada mañana se levantaba de la cama, con una persistente desgana; permanecía un rato sentada, con los pies desnudos colgando de la cama y sin fuerzas para comenzar otro día. Luego, se aseaba sin mirarse al espejo; maquinalmente, engullía sus pastillas con un poco de leche y cinco galletas; limpiaba los restos del desayuno, estiraba las sábanas y salía a la calle; se sentaba siempre en el mismo banco de aquel parque solitario, en una esquina donde recibía los rayos de sol que apaciguaban un frio que le helaba el alma aunque fuera verano.
La gente pasaba a lo lejos, despacio o con prisa y María seguía en aquel banco durante horas, sin ser vista, sin importar a nadie, sin despegar los labios y sin emitir ni una sola palabra. Era su forma de vida, si aquello podía denominarse así, pero se estaba habituando y ya no echaba de menos a su pareja ni a sus tres hijos muertos en aquel maldito accidente de tráfico cuando se empeñó en coger el coche para volver desde el pueblo a casa, desoyendo las palabras de Miguel que le desaconsejaba conducir porque había tomado una copa de más. Aquel Miguel tan prudente, siempre tan recto, tan perfecto, sin nada que poder reprocharle porque al cabo de años de vivir juntos, ella que era alegre y vivaz, con un sentido del humor y una alegría que se desbordaba, se había olvidado de sonreír, porque había que ser serios, prudentes, nunca arriesgados, Miguel no entendía una vida sin gravedad ni rectitud y María, poco a poco, fue perdiendo las ganas de discutir, de demostrarle que había que reírse de todo y, sobre todo, de uno mismo.
Aquella noche bebió más de la cuenta sí, porque aquella noche descubrió que empezaba a marchitarse y quiso brillar en la fiesta que daba su hermana, porque se había cansado de fingir y por eso hizo algo inesperado: bebió, rio y bailó sin freno, sin estar atenta a las miradas reprobatorias de Miguel, sin importarle nada; y luego, cuando se despidieron, también sin mediar palabra, cogió las llaves del coche y se dispuso a conducir.
Conocía el camino de memoria, pero había niebla y la calzada estaba mojada; de pronto, las luces de un camión que se había despistado chocaron con un estrépito espeluznante, después: silencio. La despertó la luz del camión y, al mirar a su alrededor, comprendió la magnitud de la tragedia. Ella se había salvado casi milagrosamente, pero la parte derecha del coche había recibido tal impacto que solo podía ver un enorme amasijo de hierros.
No recuerda nada posterior; los médicos le dijeron que aquella amnesia era un mecanismo de defensa de la mente para no sufrir; así que no pretendió reavivar lo ocurrido; muy al contrario, se refugió en aquella pérdida de memoria para seguir adelante, aunque una parte de ella murió también aquella noche. Huyó de la familia y de los amigos que quisieron auxiliarla en los meses posteriores; se fue quedando sola con su propia culpabilidad y envejeció hasta el punto de no reconocerse. A ella no le importaba; al contrario, huía de la gente y acaso también se escondía de sí misma en rincones deshabitados de aquella ciudad que cobijaba su dolor.
Pasó el tiempo y María se convirtió en una sombra de sí misma; vivió demasiados años, pero no fue consciente porque había muerto con los suyos en aquella trágica noche en que quiso dar marcha atrás al reloj de su vida y fue castigada por ello. Ya lo expresó Anouilh: “Lo terrible en cuanto a Dios, es que no se sabe nunca si es un truco del diablo”
El rostro ajado, la piel reseca, casi agrietada; la mirada perdida, los ojos secos, hundidos y escondidos tras unas gafas oscuras, los andares cansinos y pausados, las manos grandes, huesudas y vacías de amor, ella que había repartido tanto; la mente vacía de pensamientos porque todos se habían consumido; ya no le quedaban lágrimas, ni silencios, ni siquiera un motivo por el que continuar sola día tras día, con miedo a regresar a una casa que una vez bullía de gente y recuerdos, pero ahora estaba tan huera como ella misma.
María tenía una rutina que llevaba a rajatabla; cada mañana se levantaba de la cama, con una persistente desgana; permanecía un rato sentada, con los pies desnudos colgando de la cama y sin fuerzas para comenzar otro día. Luego, se aseaba sin mirarse al espejo; maquinalmente, engullía sus pastillas con un poco de leche y cinco galletas; limpiaba los restos del desayuno, estiraba las sábanas y salía a la calle; se sentaba siempre en el mismo banco de aquel parque solitario, en una esquina donde recibía los rayos de sol que apaciguaban un frio que le helaba el alma aunque fuera verano.
La gente pasaba a lo lejos, despacio o con prisa y María seguía en aquel banco durante horas, sin ser vista, sin importar a nadie, sin despegar los labios y sin emitir ni una sola palabra. Era su forma de vida, si aquello podía denominarse así, pero se estaba habituando y ya no echaba de menos a su pareja ni a sus tres hijos muertos en aquel maldito accidente de tráfico cuando se empeñó en coger el coche para volver desde el pueblo a casa, desoyendo las palabras de Miguel que le desaconsejaba conducir porque había tomado una copa de más. Aquel Miguel tan prudente, siempre tan recto, tan perfecto, sin nada que poder reprocharle porque al cabo de años de vivir juntos, ella que era alegre y vivaz, con un sentido del humor y una alegría que se desbordaba, se había olvidado de sonreír, porque había que ser serios, prudentes, nunca arriesgados, Miguel no entendía una vida sin gravedad ni rectitud y María, poco a poco, fue perdiendo las ganas de discutir, de demostrarle que había que reírse de todo y, sobre todo, de uno mismo.
Aquella noche bebió más de la cuenta sí, porque aquella noche descubrió que empezaba a marchitarse y quiso brillar en la fiesta que daba su hermana, porque se había cansado de fingir y por eso hizo algo inesperado: bebió, rio y bailó sin freno, sin estar atenta a las miradas reprobatorias de Miguel, sin importarle nada; y luego, cuando se despidieron, también sin mediar palabra, cogió las llaves del coche y se dispuso a conducir.
Conocía el camino de memoria, pero había niebla y la calzada estaba mojada; de pronto, las luces de un camión que se había despistado chocaron con un estrépito espeluznante, después: silencio. La despertó la luz del camión y, al mirar a su alrededor, comprendió la magnitud de la tragedia. Ella se había salvado casi milagrosamente, pero la parte derecha del coche había recibido tal impacto que solo podía ver un enorme amasijo de hierros.
No recuerda nada posterior; los médicos le dijeron que aquella amnesia era un mecanismo de defensa de la mente para no sufrir; así que no pretendió reavivar lo ocurrido; muy al contrario, se refugió en aquella pérdida de memoria para seguir adelante, aunque una parte de ella murió también aquella noche. Huyó de la familia y de los amigos que quisieron auxiliarla en los meses posteriores; se fue quedando sola con su propia culpabilidad y envejeció hasta el punto de no reconocerse. A ella no le importaba; al contrario, huía de la gente y acaso también se escondía de sí misma en rincones deshabitados de aquella ciudad que cobijaba su dolor.
Pasó el tiempo y María se convirtió en una sombra de sí misma; vivió demasiados años, pero no fue consciente porque había muerto con los suyos en aquella trágica noche en que quiso dar marcha atrás al reloj de su vida y fue castigada por ello. Ya lo expresó Anouilh: “Lo terrible en cuanto a Dios, es que no se sabe nunca si es un truco del diablo”





















Normas de participación
Esta es la opinión de los lectores, no la de este medio.
Nos reservamos el derecho a eliminar los comentarios inapropiados.
La participación implica que ha leído y acepta las Normas de Participación y Política de Privacidad
Normas de Participación
Política de privacidad
Por seguridad guardamos tu IP
216.73.216.122