Mª Soledad Martín Turiño
Jueves, 24 de Octubre de 2024
ZAMORANA

El regreso

[Img #93230]Un día regresó. Atrás quedaba sepultada toda una vida de experiencias, gente diversa, familia no elegida y un sinfín de recuerdos que habían sido su prioridad, negándose a admitir lo que era una evidencia palmaria: aquella insatisfacción a la que no podía acostumbrarse y que disfrazaba con extenuantes jornadas de oficina, cursos, viajes, trabajos extra... lo que fuera con tal de no aceptar la realidad de un sentimiento que le embargaba hasta asfixiarle: la nostalgia.

 

El tiempo transcurría deprisa mientras los hijos crecían, el interés menguaba y la rutina campaba a sus anchas, hasta que llegó el momento de tomar una decisión que, no por calibrada, resultó menos dolorosa. Tenía casi setenta años y se sentía solo, aunque le rodeara casi constantemente una caterva de amigos, vecinos, hijos o nietos.

 

Decidió algo incomprensible para todos: regresar a sus orígenes, volver a la que siempre fue su casa; a aquel entorno que edificó su niñez y protegió su adolescencia; así que, desoyendo las voces que le tildaban de inconsciente, e incluso de huraño por huir de un ambiente sólido para arriesgarse a una certera soledad en aquel lugar vacío, dejó todo y se encaminó a aquella nueva vida. Por supuesto albergaba temores y dudas que no confesaba a nadie, porque era consciente de que el tiempo había cambiado el pueblo y las gentes que lo habitaban; muchos de sus amigos de infancia habían muerto y se le haría difícil reconocer a alguien que continuara viviendo en el viejo villorrio.

 

Cuando llegó era preso de la impaciencia de un niño. Aparcó el coche que estaba atiborrado de sus pertenencias y fue directo a la vieja casa que ya no existía; en su lugar había brotado tanto follaje y maleza que ocultaban lo que fueron un día paredes o puertas. Permaneció frente a aquellas ruinas durante un buen rato y casi podía percibir los mismos olores y las mismas sensaciones de antaño; luego, decidió dar un paseo por el pueblo solitario, nadie en las calles, ni siquiera un perro o un gato que deambulara por ellas.

 

Llegó hasta la iglesia que estaba cerrada, se acercó a los restos de la vieja muralla de piedra, que antaño formó parte de un castillo, vio la colina labrada, algún campo sembrado de remolacha, y el rio que llevaba el mismo caudal pequeño, pero que nunca estaba seco, a pesar de que los juncos se internaban a sus anchas entorpeciendo la corriente de agua.

 

Despacio, disfrutando de cada paso, se encaminó al bar; allí, para su sorpresa, vio dos mesas con paisanos jugando a las cartas mientras se tomaban café y una copa de aguardiente. Al abrir la puerta, todos los ojos confluyeron en aquel hombre que sonreía tímidamente mientras saludaba con la mano y entonces, desde lejos, uno de los que estaban sentados, se levantó dirigiéndose a él con los brazos abiertos:

 

“Tú eres Santiago, Santi el Rubio” -le espetó mientras se fundían en un interminable abrazo-.

 

Y en ese momento, Santiago supo que había llegado a casa.

 

 

Mª Soledad Martín Turiño

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