COSAS MÍAS
El Duero, el dios de agua que creó Zamora
Nunca le dediqué un poema, quizá por no es femenino, pero paseé por sus riberas para acompañarlo en atardeceres de soledades y nieblas. No soy Gerardo Diego, ni escribo versos, solo cuando era jovencito y me daba por soñar despierto. El Duero fue, es y será mi consejero de agua, el que me abraza con su tierna humedad, el que me habla con su boca mojada.
Lo he visto enfadado mientras el Puente de Piedra intentaba sosegarlo. Lo he visto delgadito, en los huesos, durante esos estíos de sol y cielos azules, pero siempre ha estado ahí, mirando de reojo a la ciudad del alma, a la ciudad pretérita, que ignora su paso, su caminar turbio, su cantar de tenor. Zamora no sería sin él. El Duero nos creó, fue nuestro Dios nuestro de agua. Nos protegió, nos dio de beber, nos contó cuentos de agua, nos obsequió con ramos de juncos, con pulmones de olmos y chopos, escribió nuestra historia e inspiro a excelsos poetas. Y nosotros, como malos hijos, lo olvidamos.
A veces se nos ha llevado vidas de jóvenes, a los que se les robó el futuro. No buscó la muerte, porque solo concibe la vida, porque sabe que nosotros, los humanos, somos agua que piensa, agua que sufre, agua que siente, agua que ama, que besa, que se evapora, que regresa a las nubes a través de la muerte, que nos seca como si fuéramos wadis.
El Duero es vida, el Duero es un río padre, agua que abraza, que escucha, que sonríe y se enoja. El Duero es un río que embellece, que huele a tiempo, que nos invita a escribir estrofas sobre sus páginas de agua. Los patos, los gansos y otras aves ya dibujan garabatos sobre su epidermis de lluvia domesticada.
Nuestro río solo nos pide una miaja de cariño y un pañuelo de ternura para secar las lágrimas que lloran las parcas y los barbos. Tan poco, por tanto, como los amores no correspondidos de los jóvenes románticos.
Eugenio-Jesús de Ávila
Nunca le dediqué un poema, quizá por no es femenino, pero paseé por sus riberas para acompañarlo en atardeceres de soledades y nieblas. No soy Gerardo Diego, ni escribo versos, solo cuando era jovencito y me daba por soñar despierto. El Duero fue, es y será mi consejero de agua, el que me abraza con su tierna humedad, el que me habla con su boca mojada.
Lo he visto enfadado mientras el Puente de Piedra intentaba sosegarlo. Lo he visto delgadito, en los huesos, durante esos estíos de sol y cielos azules, pero siempre ha estado ahí, mirando de reojo a la ciudad del alma, a la ciudad pretérita, que ignora su paso, su caminar turbio, su cantar de tenor. Zamora no sería sin él. El Duero nos creó, fue nuestro Dios nuestro de agua. Nos protegió, nos dio de beber, nos contó cuentos de agua, nos obsequió con ramos de juncos, con pulmones de olmos y chopos, escribió nuestra historia e inspiro a excelsos poetas. Y nosotros, como malos hijos, lo olvidamos.
A veces se nos ha llevado vidas de jóvenes, a los que se les robó el futuro. No buscó la muerte, porque solo concibe la vida, porque sabe que nosotros, los humanos, somos agua que piensa, agua que sufre, agua que siente, agua que ama, que besa, que se evapora, que regresa a las nubes a través de la muerte, que nos seca como si fuéramos wadis.
El Duero es vida, el Duero es un río padre, agua que abraza, que escucha, que sonríe y se enoja. El Duero es un río que embellece, que huele a tiempo, que nos invita a escribir estrofas sobre sus páginas de agua. Los patos, los gansos y otras aves ya dibujan garabatos sobre su epidermis de lluvia domesticada.
Nuestro río solo nos pide una miaja de cariño y un pañuelo de ternura para secar las lágrimas que lloran las parcas y los barbos. Tan poco, por tanto, como los amores no correspondidos de los jóvenes románticos.
Eugenio-Jesús de Ávila



















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