ZAMORANA
De ruta por Zamora
Zamora es pródiga en plazas, grandes y pequeñas, alrededor de la ciudad o inmersas en ella, unas con encanto y otras con demasiados metros de cemento y espacio yermo. Reconozco, sin embargo, mi pasión por los lugares pequeños, de los que pongo tan solo tres ejemplos:
La plaza de Sagasta, antes plaza de la Hierba, pasa inadvertida junto a la confluencia de las dos rúas principales: San Torcuato y Santa Clara, donde tan solo la estatua de Adán después del pecado y un árbol internado en un círculo de piedra bellamente ajardinado con flores coloridas, forman dos espacios diferentes que apenas tienen que ver uno con otro. Siempre he pensado que ambos elementos van por libre: la escultura está sola, frente al asiento circular y sin aparente unificación de ambas áreas.
Otras placitas, sin embargo, resultan más coquetas; ahí está la plaza de Zorrilla que concita todos los elementos para ser hermosa: zona ajardinada, bancos para sentarse, un palacio de fondo y la escultura de una maternidad que reposa sobre una cascada de agua.
Otra plazoleta encantadora es la de Fray Diego de Deza, un lugar emblemático junto a la iglesia de San Ildefonso, un lugar pequeño y recoleto con el busto del obispo e inquisidor que lleva su nombre, donde es un placer sentarse a la sombra de los árboles al abrigo de la piedra que rodea el templo y del convento de Santa Marina que cobija el jardín.
Concluyo con otra plaza, un poco más grande pero igualmente bella, que es la de Viriato, antes Plaza de Cánovas del Castillo, con la efigie del caudillo lusitano y las plataneras chinas que juntan sus ramas en un abrazo interminablemente bello por todo el entorno.
En contraposición con estos lugares recoletos, están las grandes plazas: la Plaza Mayor, la Marina, la de Hacienda, de Fernández Duro, la de la Subdelegación de Gobierno, la de la Catedral… todas ella enormes y muy necesitadas de espacios verdes que suavicen la dureza del cemento.
Pero si Zamora dispone de espacios abiertos o pequeños lugares donde reflexionar, descansar o leer un libro escuchando la calma del entorno, tiene también diferentes ventanas que miran el rio, porque el Duero es consustancial a la ciudad, ambos forman un tándem perfecto y los dos hemos de gozarlos cuando estemos en esta ciudad. Como ejemplo, pongo tres que son los que más me gustan: El Mirador del Troncoso, dando la espalda a unos versos lorquianos ofrece un perfecto asiento para contemplar la corriente del rio que refresca la ciudad y la acompaña siempre, transcurriendo bajo sus diferentes puentes.
Otro punto estratégico es el Mirador de San Cipriano, junto a la iglesia que lleva su nombre, desde donde se contempla una magnífica panorámica de los barrios bajos ribereños del Duero; o el mirador del Castillo donde, situándose tras las almenas, se perciben unas vistas preciosas del rio.
Y ya, si nos adentramos por las rúas para llegar hasta la catedral, bajo la pureza del cielo azul turquesa que nos brinda Zamora, nos encontramos con el conjunto arquitectónico del templo formado por la propia seo con su especial cúpula gallonada y la torre que la acompaña, una torre que siempre me llamó la atención porque forman un dúo perfectamente coordinado pero, sin aparente relación; pues mientras la cúpula tiene una decoración recargada y exquisita, la torre, sin embargo, aparece sobria y elegante, altiva y diferente, como buen galán acompañando a su atildada dama.
Y pese a que el conjunto no puede resultar más espectacular; suelo perderme en los jardines adyacentes de Baltasar Lobo, y desde un punto concreto atisbo sólo la torre románica que, con sus 45 metros de altura la convierten en formidable; la fotografío, la observo, cuento sus ventanas, de arriba hacia abajo: tres, dos, una… admiro su sobriedad y elegancia y recuerdo las torres diseminadas por la llanura zamorana en los pueblos donde no faltan iglesias o ermitas.
Hoy he paseado mi ciudad y recorrido sus plazas, pequeñas y grandes, sus miradores, el rio, y he terminado mi ruta en los jardines junto al castillo. Este es uno de mis refugios favoritos; como no suele haber demasiada gente, suelo sentarme en un banco solitario y allí, a la sombra de algún árbol, me inspira cada rincón, como si las musas residieran en ese lugar y me bendijeran con prodigalidad de pensamientos e ideas.
Casi ni me doy cuenta de que sonrío constantemente, supongo que me siento feliz; es tarde, así que me levanto, doy una última mirada a ese bello entorno y me dispongo a regresar a casa hasta dentro de poco que buscaré otra ruta, nuevos caminos, calles pequeñas y poco transitadas en esta mi ciudad del alma que se llama Zamora.
Zamora es pródiga en plazas, grandes y pequeñas, alrededor de la ciudad o inmersas en ella, unas con encanto y otras con demasiados metros de cemento y espacio yermo. Reconozco, sin embargo, mi pasión por los lugares pequeños, de los que pongo tan solo tres ejemplos:
La plaza de Sagasta, antes plaza de la Hierba, pasa inadvertida junto a la confluencia de las dos rúas principales: San Torcuato y Santa Clara, donde tan solo la estatua de Adán después del pecado y un árbol internado en un círculo de piedra bellamente ajardinado con flores coloridas, forman dos espacios diferentes que apenas tienen que ver uno con otro. Siempre he pensado que ambos elementos van por libre: la escultura está sola, frente al asiento circular y sin aparente unificación de ambas áreas.
Otras placitas, sin embargo, resultan más coquetas; ahí está la plaza de Zorrilla que concita todos los elementos para ser hermosa: zona ajardinada, bancos para sentarse, un palacio de fondo y la escultura de una maternidad que reposa sobre una cascada de agua.
Otra plazoleta encantadora es la de Fray Diego de Deza, un lugar emblemático junto a la iglesia de San Ildefonso, un lugar pequeño y recoleto con el busto del obispo e inquisidor que lleva su nombre, donde es un placer sentarse a la sombra de los árboles al abrigo de la piedra que rodea el templo y del convento de Santa Marina que cobija el jardín.
Concluyo con otra plaza, un poco más grande pero igualmente bella, que es la de Viriato, antes Plaza de Cánovas del Castillo, con la efigie del caudillo lusitano y las plataneras chinas que juntan sus ramas en un abrazo interminablemente bello por todo el entorno.
En contraposición con estos lugares recoletos, están las grandes plazas: la Plaza Mayor, la Marina, la de Hacienda, de Fernández Duro, la de la Subdelegación de Gobierno, la de la Catedral… todas ella enormes y muy necesitadas de espacios verdes que suavicen la dureza del cemento.
Pero si Zamora dispone de espacios abiertos o pequeños lugares donde reflexionar, descansar o leer un libro escuchando la calma del entorno, tiene también diferentes ventanas que miran el rio, porque el Duero es consustancial a la ciudad, ambos forman un tándem perfecto y los dos hemos de gozarlos cuando estemos en esta ciudad. Como ejemplo, pongo tres que son los que más me gustan: El Mirador del Troncoso, dando la espalda a unos versos lorquianos ofrece un perfecto asiento para contemplar la corriente del rio que refresca la ciudad y la acompaña siempre, transcurriendo bajo sus diferentes puentes.
Otro punto estratégico es el Mirador de San Cipriano, junto a la iglesia que lleva su nombre, desde donde se contempla una magnífica panorámica de los barrios bajos ribereños del Duero; o el mirador del Castillo donde, situándose tras las almenas, se perciben unas vistas preciosas del rio.
Y ya, si nos adentramos por las rúas para llegar hasta la catedral, bajo la pureza del cielo azul turquesa que nos brinda Zamora, nos encontramos con el conjunto arquitectónico del templo formado por la propia seo con su especial cúpula gallonada y la torre que la acompaña, una torre que siempre me llamó la atención porque forman un dúo perfectamente coordinado pero, sin aparente relación; pues mientras la cúpula tiene una decoración recargada y exquisita, la torre, sin embargo, aparece sobria y elegante, altiva y diferente, como buen galán acompañando a su atildada dama.
Y pese a que el conjunto no puede resultar más espectacular; suelo perderme en los jardines adyacentes de Baltasar Lobo, y desde un punto concreto atisbo sólo la torre románica que, con sus 45 metros de altura la convierten en formidable; la fotografío, la observo, cuento sus ventanas, de arriba hacia abajo: tres, dos, una… admiro su sobriedad y elegancia y recuerdo las torres diseminadas por la llanura zamorana en los pueblos donde no faltan iglesias o ermitas.
Hoy he paseado mi ciudad y recorrido sus plazas, pequeñas y grandes, sus miradores, el rio, y he terminado mi ruta en los jardines junto al castillo. Este es uno de mis refugios favoritos; como no suele haber demasiada gente, suelo sentarme en un banco solitario y allí, a la sombra de algún árbol, me inspira cada rincón, como si las musas residieran en ese lugar y me bendijeran con prodigalidad de pensamientos e ideas.
Casi ni me doy cuenta de que sonrío constantemente, supongo que me siento feliz; es tarde, así que me levanto, doy una última mirada a ese bello entorno y me dispongo a regresar a casa hasta dentro de poco que buscaré otra ruta, nuevos caminos, calles pequeñas y poco transitadas en esta mi ciudad del alma que se llama Zamora.




















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