COSAS MÍAS
Cuando Zamora coquetea con la luna
Eugenio-Jesús de Ávila
A Selene, hija de Hiperión y Tea, le encanta Zamora porque su luz pinta de plata los templos románicos zamoranos, que elevan sus torres para tocar su cara oculta, donde habitan los poetas muertos que escriben versos sin rima para que los reciten las nubes blancas nocturnas. Durante la noche del martes, cuando el sol mullía el lecho del Atlántico para hacer el amor con la luna, la iglesia de San Andrés se bañó en esos rayos argentíferos antes de irse a dormir del revés sobre la almohada del seminario de San Atilano. Entonces, un zamorano que rondaba por la noche de la ciudad del alma, observó al satélite de plata y tuvo a bien realizarle una fotografía con su móvil, la que ilustra este artículo.
El sol y la luna saben cómo iluminar Zamora, una ciudad creada para que el astro rey y su amante selenita copulen sobre templos románicos, palacios de aristócratas, esculturas de héroes como Viriato, maternidades de Baltasar Lobo, Adán expulsado del paraíso, maestro mostrándole a su alumno los caminos de la cultura y la educación, esenciales para progresar en la vida, rúas y plazuelas enamoradas como las del Troncoso, Antonio del Águila, Santa Lucía, y puentes, como el medieval, el de Hierro, el de los Poetas, el de los Tres Árboles y el olvidado, el del ferrocarril, que formaba parte de la Vía de la Plata.
Zamora se pone de picos pardos para acompañar a sus búhos y coquetear con la luna cuando la madrugada convoca a los enamorados de la pasión. La ciudad del alma cuelga su vergüenza en el armario de la decencia y se muestra descarada enseñando su belleza, que suele esconder cuando el día ordena labores y prisas por sus calles económicas.
Cuando se pasea por el casco histórico mientras la ciudad duerme, el sonido de cada paso se escucha como si un aedo recitase el Mío Cid, o a ti mismo hablándote desde el alma y sentir que Zamora renace mientras las gentes duermen y sueñan con los argentinos labios de Selene besando la boca de piedra de la ciudad pretérita.
Eugenio-Jesús de Ávila
A Selene, hija de Hiperión y Tea, le encanta Zamora porque su luz pinta de plata los templos románicos zamoranos, que elevan sus torres para tocar su cara oculta, donde habitan los poetas muertos que escriben versos sin rima para que los reciten las nubes blancas nocturnas. Durante la noche del martes, cuando el sol mullía el lecho del Atlántico para hacer el amor con la luna, la iglesia de San Andrés se bañó en esos rayos argentíferos antes de irse a dormir del revés sobre la almohada del seminario de San Atilano. Entonces, un zamorano que rondaba por la noche de la ciudad del alma, observó al satélite de plata y tuvo a bien realizarle una fotografía con su móvil, la que ilustra este artículo.
El sol y la luna saben cómo iluminar Zamora, una ciudad creada para que el astro rey y su amante selenita copulen sobre templos románicos, palacios de aristócratas, esculturas de héroes como Viriato, maternidades de Baltasar Lobo, Adán expulsado del paraíso, maestro mostrándole a su alumno los caminos de la cultura y la educación, esenciales para progresar en la vida, rúas y plazuelas enamoradas como las del Troncoso, Antonio del Águila, Santa Lucía, y puentes, como el medieval, el de Hierro, el de los Poetas, el de los Tres Árboles y el olvidado, el del ferrocarril, que formaba parte de la Vía de la Plata.
Zamora se pone de picos pardos para acompañar a sus búhos y coquetear con la luna cuando la madrugada convoca a los enamorados de la pasión. La ciudad del alma cuelga su vergüenza en el armario de la decencia y se muestra descarada enseñando su belleza, que suele esconder cuando el día ordena labores y prisas por sus calles económicas.
Cuando se pasea por el casco histórico mientras la ciudad duerme, el sonido de cada paso se escucha como si un aedo recitase el Mío Cid, o a ti mismo hablándote desde el alma y sentir que Zamora renace mientras las gentes duermen y sueñan con los argentinos labios de Selene besando la boca de piedra de la ciudad pretérita.


















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