ZAMORANA
Toque de difuntos
Escucho desde casa tañer de difuntos; una a una, lentamente, suenan las campanas: tristes, melancólicas, patéticas... para anunciar que un buen hombre, conocido por muchos en Zamora, ya ha transitado fuera de este mundo. Me acerco a la iglesia y compruebo que está a rebosar de gente; entro sigilosamente y unas cuantas caras se vuelven a mirar (de todos es conocida la curiosidad de estas tierras, máxime si no se tienen controladas a todas las personas), y me siento en un banco al final del templo para no molestar.
Reconozco que, desde niña, cuando iba a misa los domingos, solía distraerme con las imágenes, observando cada detalle de los retablos o, simplemente, mirando a la gente. A veces me resultaba imposible seguir la ceremonia, aunque solía volverme a la realidad el discurso del cura desde el púlpito con su voz engolada, recalcando en tono grave aquello que le interesaba señalar a los fieles.
En esta ocasión, el sacerdote hizo un panegírico brillante, hablando con respeto y cariño del finado, en un tono amigable, nada altanero, en medio de un silencio absoluto. Deduzco que debía conocerle, porque sus palabras eran fruto del cariño y no esos funerales estereotipados donde se repiten las consabidas consignas hacia un difunto que ni siquiera han visto. En los rostros de los fieles, muchos de ellos amigos, se observaba la emoción reprimida y, en los primeros asientos, el llanto quedo de los más allegados.
Cuando terminó el servicio religioso, nos acercamos a la familia para darles el pésame; uno a uno fuimos repitiendo las frases tristes de estas ocasiones mientras se estrechaban manos y se prodigaban besos y abrazos; en algún momento una persona detuvo en seco el desfile y dijo:
“Creo estar hablando en nombre de todos si manifiesto aquí nuestro cariño y admiración comunes hacia el amigo que se ha ido. La pérdida en trágicas circunstancias ha hecho que la familia esté doblemente destrozada, así que propongo que se retiren a descansar sin mayor dilación y den por recibidas nuestras condolencias”
Confieso que nunca había presenciado una decisión semejante, pero la comprendí perfectamente cuando vi a la esposa y la madre del finado que tuvieron que sentarse porque difícilmente aguantaban la compostura para continuar con el largo besamanos que tenía visos de no acabar pronto.
Aquel hombre bueno que se había ido en silencio, tal y como como vivió, fue una persona de sobrada inteligencia, un prohombre que nació y vivió en Zamora al que, como ocurre habitualmente, no se le hizo justica en vida, pese a sus sobrados méritos. Seguro que a partir de su muerte se multiplicarán los actos, homenajes y eventos en su memoria. En este país tenemos la mala costumbre de reconocer a la gente solo cuando la hemos perdido, y la nula consideración de hacerlo en vida y que el interesado compruebe que su trabajo ha merecido el respeto y el reconocimiento de los demás.
Mª Soledad Martín Turiño
Escucho desde casa tañer de difuntos; una a una, lentamente, suenan las campanas: tristes, melancólicas, patéticas... para anunciar que un buen hombre, conocido por muchos en Zamora, ya ha transitado fuera de este mundo. Me acerco a la iglesia y compruebo que está a rebosar de gente; entro sigilosamente y unas cuantas caras se vuelven a mirar (de todos es conocida la curiosidad de estas tierras, máxime si no se tienen controladas a todas las personas), y me siento en un banco al final del templo para no molestar.
Reconozco que, desde niña, cuando iba a misa los domingos, solía distraerme con las imágenes, observando cada detalle de los retablos o, simplemente, mirando a la gente. A veces me resultaba imposible seguir la ceremonia, aunque solía volverme a la realidad el discurso del cura desde el púlpito con su voz engolada, recalcando en tono grave aquello que le interesaba señalar a los fieles.
En esta ocasión, el sacerdote hizo un panegírico brillante, hablando con respeto y cariño del finado, en un tono amigable, nada altanero, en medio de un silencio absoluto. Deduzco que debía conocerle, porque sus palabras eran fruto del cariño y no esos funerales estereotipados donde se repiten las consabidas consignas hacia un difunto que ni siquiera han visto. En los rostros de los fieles, muchos de ellos amigos, se observaba la emoción reprimida y, en los primeros asientos, el llanto quedo de los más allegados.
Cuando terminó el servicio religioso, nos acercamos a la familia para darles el pésame; uno a uno fuimos repitiendo las frases tristes de estas ocasiones mientras se estrechaban manos y se prodigaban besos y abrazos; en algún momento una persona detuvo en seco el desfile y dijo:
“Creo estar hablando en nombre de todos si manifiesto aquí nuestro cariño y admiración comunes hacia el amigo que se ha ido. La pérdida en trágicas circunstancias ha hecho que la familia esté doblemente destrozada, así que propongo que se retiren a descansar sin mayor dilación y den por recibidas nuestras condolencias”
Confieso que nunca había presenciado una decisión semejante, pero la comprendí perfectamente cuando vi a la esposa y la madre del finado que tuvieron que sentarse porque difícilmente aguantaban la compostura para continuar con el largo besamanos que tenía visos de no acabar pronto.
Aquel hombre bueno que se había ido en silencio, tal y como como vivió, fue una persona de sobrada inteligencia, un prohombre que nació y vivió en Zamora al que, como ocurre habitualmente, no se le hizo justica en vida, pese a sus sobrados méritos. Seguro que a partir de su muerte se multiplicarán los actos, homenajes y eventos en su memoria. En este país tenemos la mala costumbre de reconocer a la gente solo cuando la hemos perdido, y la nula consideración de hacerlo en vida y que el interesado compruebe que su trabajo ha merecido el respeto y el reconocimiento de los demás.
Mª Soledad Martín Turiño
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