ZAMORANA
Sorpresas de la vida
Sintió una punzada en el corazón más fuerte que otras veces, el dolor era lacerante, intenso, eterno… Permaneció inmóvil pensando que desaparecería como en otras ocasiones, solo que esta vez no cedía. Hizo un gesto a su mujer que cosía a su lado sin prestarle atención, entretenidos con el sonido de la radio como cada tarde, y ella, como un resorte, se levantó y llamó a una ambulancia, luego le tomó la mano y así permanecieron durante el tiempo que tardó en llegar la asistencia, sin una palabra. Su mujer le mesaba los cabellos y en voz muy queda le tranquilizaba; mientras él sentía como sus fuerzas le abandonaban.
Al fin llegó la ayuda y en un instante el salón se llenó de aparatos, sanitarios que le tomaban las constantes, le hacían pruebas, le ponían una vía, le hacían la RCP…, pero él ya no existía, no sentía nada. Su mujer, en cambio, permanecía de pie, con las manos sobre la boca, incapaz de moverse, viendo a su marido como un muñeco de trapo en manos de aquellos sanitarios que, al cabo de un rato, se dirigían a ella con caras angustiadas para mirarla de frente a los ojos y, sin palabras, negar con la cabeza, signo que ella entendió a la primera de que su marido había muerto.
Gerardo había constituido todo su mundo desde que empezaron a vivir juntos cuando eran unos adolescentes, para disgusto de ambos padres que les consideraron unos irresponsables; sin embargo, ellos siguieron estudiando y trabajando hasta que lograron terminar sus respectivas carreras años más tarde. Gerardo se licenció y tuvo la suerte de entrar en un reconocido bufete de abogados donde prosperó; ella, daba clases de literatura en el instituto y vivían felices; solo empañaba su matrimonio el hecho de no tener hijos, pero construyeron una vida tranquila y dichosa, se conocían a la perfección y no era preciso hablar para saber lo que pensaban.
Perder a su marido supuso el trance más doloroso para María, tanto, que no se recuperaba; ni las atenciones de su familia, ni los consejos de amistades y vecinos la consolaban; pasaba los días llorando, sin ganas de comer ni de salir, solo encontraba alivio cuando le hacían efecto los barbitúricos, porque se sumía en un sueño apacible donde se encontraba con Gerardo y entonces la realidad se convertía en ficción y el sueño cobraba vida, una fantasía donde refugiarse de tanto dolor; pero después llegaba una nueva jornada y, en contra de su voluntad, la urgían a levantarse, a salir de paseo para que se moviera y el aire besara su rostro triste…. Así transcurrieron bastantes meses y María se convirtió en un fantasma que merodeaba por la casa, un robot sin alma que hacía lo que debía, sin sentimientos ni emociones.
Un día le propusieron dar clases particulares a una niña que se recuperaba de una intervención quirúrgica y sus padres no querían que perdiera el curso por no poder asistir al colegio. Aceptó a regañadientes, más por compromiso que por ganas, y empezó a refugiarse en aquellas mañanas con su alumna, que prosperaba sin dificultad porque era una niña avispada e inteligente.
Cuando la pequeña se recuperó, corrió la voz de lo bien que la había preparado y llovieron niños para que les diese clases particulares; así fue como utilizó una habitación de su casa y reanudó su magisterio; así fue como su vida empezó a florecer y sus heridas a cicatrizar.
Mª Soledad Martín Turiño
Sintió una punzada en el corazón más fuerte que otras veces, el dolor era lacerante, intenso, eterno… Permaneció inmóvil pensando que desaparecería como en otras ocasiones, solo que esta vez no cedía. Hizo un gesto a su mujer que cosía a su lado sin prestarle atención, entretenidos con el sonido de la radio como cada tarde, y ella, como un resorte, se levantó y llamó a una ambulancia, luego le tomó la mano y así permanecieron durante el tiempo que tardó en llegar la asistencia, sin una palabra. Su mujer le mesaba los cabellos y en voz muy queda le tranquilizaba; mientras él sentía como sus fuerzas le abandonaban.
Al fin llegó la ayuda y en un instante el salón se llenó de aparatos, sanitarios que le tomaban las constantes, le hacían pruebas, le ponían una vía, le hacían la RCP…, pero él ya no existía, no sentía nada. Su mujer, en cambio, permanecía de pie, con las manos sobre la boca, incapaz de moverse, viendo a su marido como un muñeco de trapo en manos de aquellos sanitarios que, al cabo de un rato, se dirigían a ella con caras angustiadas para mirarla de frente a los ojos y, sin palabras, negar con la cabeza, signo que ella entendió a la primera de que su marido había muerto.
Gerardo había constituido todo su mundo desde que empezaron a vivir juntos cuando eran unos adolescentes, para disgusto de ambos padres que les consideraron unos irresponsables; sin embargo, ellos siguieron estudiando y trabajando hasta que lograron terminar sus respectivas carreras años más tarde. Gerardo se licenció y tuvo la suerte de entrar en un reconocido bufete de abogados donde prosperó; ella, daba clases de literatura en el instituto y vivían felices; solo empañaba su matrimonio el hecho de no tener hijos, pero construyeron una vida tranquila y dichosa, se conocían a la perfección y no era preciso hablar para saber lo que pensaban.
Perder a su marido supuso el trance más doloroso para María, tanto, que no se recuperaba; ni las atenciones de su familia, ni los consejos de amistades y vecinos la consolaban; pasaba los días llorando, sin ganas de comer ni de salir, solo encontraba alivio cuando le hacían efecto los barbitúricos, porque se sumía en un sueño apacible donde se encontraba con Gerardo y entonces la realidad se convertía en ficción y el sueño cobraba vida, una fantasía donde refugiarse de tanto dolor; pero después llegaba una nueva jornada y, en contra de su voluntad, la urgían a levantarse, a salir de paseo para que se moviera y el aire besara su rostro triste…. Así transcurrieron bastantes meses y María se convirtió en un fantasma que merodeaba por la casa, un robot sin alma que hacía lo que debía, sin sentimientos ni emociones.
Un día le propusieron dar clases particulares a una niña que se recuperaba de una intervención quirúrgica y sus padres no querían que perdiera el curso por no poder asistir al colegio. Aceptó a regañadientes, más por compromiso que por ganas, y empezó a refugiarse en aquellas mañanas con su alumna, que prosperaba sin dificultad porque era una niña avispada e inteligente.
Cuando la pequeña se recuperó, corrió la voz de lo bien que la había preparado y llovieron niños para que les diese clases particulares; así fue como utilizó una habitación de su casa y reanudó su magisterio; así fue como su vida empezó a florecer y sus heridas a cicatrizar.
Mª Soledad Martín Turiño



















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