Carlos, el penúltimo quiosquero
Otro quiosco baja su persiana para siempre, sumándose a los tantos que ya están abandonados, deteriorándose sin remedio en nuestras calles
El pasado domingo, como cada día al cerrar la jornada, Carlos cerró las puertas de su quiosco en la avenida de Las Tres Cruces. Pero esta vez fue diferente, ya no volverá a levantarlas al amanecer. Sus numerosos clientes lo extrañarán, al igual que aquellos a quienes entregaba los periódicos en bares y domicilios. Aunque el servicio continuará para esos lectores, nunca será con el esmero y la dedicación que caracterizaban a Carlos. Comenzó en este oficio siendo apenas un niño, y ahora, con su merecida jubilación, se cierra también el ciclo de la concesión del quiosco que durante décadas regentó.
No son buenos tiempos para los vendedores de prensa. Por un lado, las onerosas condiciones económicas que imponen las distribuidoras hacen que el negocio sea cada vez menos rentable. Por otro, el deficiente servicio de estas obliga a los quiosqueros a disculparse constantemente ante sus clientes por errores ajenos. Y como si fuera poco, una economía que, pese a los optimistas datos macroeconómicos, sigue empujando a las personas a prescindir de lo que consideran menos esencial. Basta hojear un ejemplar de Expansión para confirmar esta realidad: los tiempos en que los clientes compraban el periódico generalista junto al deportivo han quedado atrás. Hoy, muchos se conforman con adquirir uno solo, si es que no optan simplemente por leerlo gratis en el bar.
El periódico local, que antaño era el motor de las ventas de ejemplares nacionales y deportivos, ha perdido su papel de referencia informativa. Ha pasado de ser un medio informativo, a informar a medias, hasta convertirse en un boletín institucional, sesgado y parecido a los panfletos que reparte el equipo de gobierno. Esta transformación, que antes era menos evidente, se expone ahora con crudeza ante el auge de los medios digitales. Hoy queda claro qué decide contar cada cabecera y, sobre todo, qué decide omitir. Es una pena, porque en el periódico local aún quedan excelentes profesionales como Carlos, Susana, Alberto y Natalia, y otros, quienes, contra viento y marea, siguen trabajando con pasión.
Los rituales de antaño, como ir a misa, tomar el vermut y comprar el periódico junto al pan, son hoy casi estampas nostálgicas. Adquirir un ejemplar de prensa se ha vuelto un gesto anecdótico. Cuando un cliente ocasional compra el diario local por algún tema específico, no falta el comentario: “¿Y el dominical?”. Hace años que ese suplemento desapareció, igual que los coleccionables que solían fidelizar a los lectores. Como anécdota, recuerdo que tras el ascenso del Zamora a Primera División propuse a los responsables del diario ofrecer un póster o algún recuerdo conmemorativo financiado con publicidad. Una iniciativa sencilla que podría haber impulsado las ventas. Pero ni siquiera eso se materializó.
Y así, otro quiosco baja su persiana para siempre, sumándose a los tantos que ya están abandonados, deteriorándose sin remedio en nuestras calles. Mientras tanto, el consistorio parece ajeno a esta decadencia, incapaz de buscarles una nueva utilidad. La desaparición de estos pequeños bastiones urbanos no solo marca el fin de una era, sino también la pérdida de un vínculo cotidiano con la vida de barrio.

El pasado domingo, como cada día al cerrar la jornada, Carlos cerró las puertas de su quiosco en la avenida de Las Tres Cruces. Pero esta vez fue diferente, ya no volverá a levantarlas al amanecer. Sus numerosos clientes lo extrañarán, al igual que aquellos a quienes entregaba los periódicos en bares y domicilios. Aunque el servicio continuará para esos lectores, nunca será con el esmero y la dedicación que caracterizaban a Carlos. Comenzó en este oficio siendo apenas un niño, y ahora, con su merecida jubilación, se cierra también el ciclo de la concesión del quiosco que durante décadas regentó.
No son buenos tiempos para los vendedores de prensa. Por un lado, las onerosas condiciones económicas que imponen las distribuidoras hacen que el negocio sea cada vez menos rentable. Por otro, el deficiente servicio de estas obliga a los quiosqueros a disculparse constantemente ante sus clientes por errores ajenos. Y como si fuera poco, una economía que, pese a los optimistas datos macroeconómicos, sigue empujando a las personas a prescindir de lo que consideran menos esencial. Basta hojear un ejemplar de Expansión para confirmar esta realidad: los tiempos en que los clientes compraban el periódico generalista junto al deportivo han quedado atrás. Hoy, muchos se conforman con adquirir uno solo, si es que no optan simplemente por leerlo gratis en el bar.
El periódico local, que antaño era el motor de las ventas de ejemplares nacionales y deportivos, ha perdido su papel de referencia informativa. Ha pasado de ser un medio informativo, a informar a medias, hasta convertirse en un boletín institucional, sesgado y parecido a los panfletos que reparte el equipo de gobierno. Esta transformación, que antes era menos evidente, se expone ahora con crudeza ante el auge de los medios digitales. Hoy queda claro qué decide contar cada cabecera y, sobre todo, qué decide omitir. Es una pena, porque en el periódico local aún quedan excelentes profesionales como Carlos, Susana, Alberto y Natalia, y otros, quienes, contra viento y marea, siguen trabajando con pasión.
Los rituales de antaño, como ir a misa, tomar el vermut y comprar el periódico junto al pan, son hoy casi estampas nostálgicas. Adquirir un ejemplar de prensa se ha vuelto un gesto anecdótico. Cuando un cliente ocasional compra el diario local por algún tema específico, no falta el comentario: “¿Y el dominical?”. Hace años que ese suplemento desapareció, igual que los coleccionables que solían fidelizar a los lectores. Como anécdota, recuerdo que tras el ascenso del Zamora a Primera División propuse a los responsables del diario ofrecer un póster o algún recuerdo conmemorativo financiado con publicidad. Una iniciativa sencilla que podría haber impulsado las ventas. Pero ni siquiera eso se materializó.
Y así, otro quiosco baja su persiana para siempre, sumándose a los tantos que ya están abandonados, deteriorándose sin remedio en nuestras calles. Mientras tanto, el consistorio parece ajeno a esta decadencia, incapaz de buscarles una nueva utilidad. La desaparición de estos pequeños bastiones urbanos no solo marca el fin de una era, sino también la pérdida de un vínculo cotidiano con la vida de barrio.



















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