ZAMORANA
Lucha por los pueblos zamoranos
He recorrido varios pueblos de Zamora en diferentes días, con frio y con viento, con sol y con lluvia; y en todos ellos me ha estremecido la misma estampa: la soledad, el ver las calles sin un alma, ni siquiera un perro que deambulara por ellas, y las puertas de las casas cerradas a cal y canto; en muchas se nota que sus dueños no las habitan; en otras, las que sí parecen cobijar algún vecino, están también clausuradas, desconozco el motivo, porque recuerdo que cuando vivía en el pueblo era una característica común que por la mañana se abriera una hoja de la puerta principal para demostrar que había gente en casa; y en verano, para escapar de los rigores del calor, se colocaban unas cortinas de lona gruesa indicado su habitabilidad.
Los pueblos zamoranos se marchitan, están anulados, desaparecidos, tristes; en muchos de ellos ni siquiera hay un pequeño bar donde los pocos habitantes que quedan puedan refugiarse y socializar, y este es un signo terrible que los sitia aún más. Soy consciente de que esta provincia no es un caso aislado, y la despoblación se ha convertido en una cruel realidad, pero a mí me duele mi tierra, los vecinos que conocí y ya no viven, los jóvenes que se fueron, las casas vacías que se van cayendo, las tierras que no se cultivan, el ganado que apenas existe, el sordo silencio que inunda estos pueblos pequeños, todos con su iglesia y su nido de cigüeña, con su rio y con el pequeño cementerio, cada vez más lleno, a la salida del pueblo.
No se puede perder más tiempo porque con el ocaso de estos pueblos y la deriva hacia donde están abocados, perderemos también toda una forma de vida, costumbres, un culto a las generaciones pasadas, el amor a la tierra que fue la base de su sustento, tradiciones, fiestas, léxico y folclore que se irán desvaneciendo a medida que lo hagan los mayores que aún residen en ellos.
Quienes hemos vivido en estas pequeñas villas zamoranos, sentimos un apego especial por la tierra, porque hemos visto a padres y abuelos cultivar, sembrar y recoger el fruto de los campos, hemos aprendido a mirar al cielo como lo hacían ellos para pronosticar si el tiempo les sería propicio o desfavorable; hemos disfrutado el día del patrón con unas fiestas sencillas, pero repletas de ilusión; hemos reverenciado a nuestros mayores, respetando sus canas como nos instruían en la escuela; hemos aprendido el valor del esfuerzo, el trabajo y los principios que nos enseñaron nuestros antepasados casi sin ser conscientes; y ahora ¿vamos a permitir que todo eso se pierda o se siga devaluando porque no entra en la agenda de los políticos actuales evitar este aislamiento con planes de repoblación, instalación de industria (suelo hay en abundancia y a precio irrisorio), y, sobre todo, falta de interés?¿Hasta cuándo seguiremos callados, mansos, sin protestar ni luchar por aquello que nos han ido arrebatando, o es que ya estamos muertos?
Mª Soledad Martín Turiño
He recorrido varios pueblos de Zamora en diferentes días, con frio y con viento, con sol y con lluvia; y en todos ellos me ha estremecido la misma estampa: la soledad, el ver las calles sin un alma, ni siquiera un perro que deambulara por ellas, y las puertas de las casas cerradas a cal y canto; en muchas se nota que sus dueños no las habitan; en otras, las que sí parecen cobijar algún vecino, están también clausuradas, desconozco el motivo, porque recuerdo que cuando vivía en el pueblo era una característica común que por la mañana se abriera una hoja de la puerta principal para demostrar que había gente en casa; y en verano, para escapar de los rigores del calor, se colocaban unas cortinas de lona gruesa indicado su habitabilidad.
Los pueblos zamoranos se marchitan, están anulados, desaparecidos, tristes; en muchos de ellos ni siquiera hay un pequeño bar donde los pocos habitantes que quedan puedan refugiarse y socializar, y este es un signo terrible que los sitia aún más. Soy consciente de que esta provincia no es un caso aislado, y la despoblación se ha convertido en una cruel realidad, pero a mí me duele mi tierra, los vecinos que conocí y ya no viven, los jóvenes que se fueron, las casas vacías que se van cayendo, las tierras que no se cultivan, el ganado que apenas existe, el sordo silencio que inunda estos pueblos pequeños, todos con su iglesia y su nido de cigüeña, con su rio y con el pequeño cementerio, cada vez más lleno, a la salida del pueblo.
No se puede perder más tiempo porque con el ocaso de estos pueblos y la deriva hacia donde están abocados, perderemos también toda una forma de vida, costumbres, un culto a las generaciones pasadas, el amor a la tierra que fue la base de su sustento, tradiciones, fiestas, léxico y folclore que se irán desvaneciendo a medida que lo hagan los mayores que aún residen en ellos.
Quienes hemos vivido en estas pequeñas villas zamoranos, sentimos un apego especial por la tierra, porque hemos visto a padres y abuelos cultivar, sembrar y recoger el fruto de los campos, hemos aprendido a mirar al cielo como lo hacían ellos para pronosticar si el tiempo les sería propicio o desfavorable; hemos disfrutado el día del patrón con unas fiestas sencillas, pero repletas de ilusión; hemos reverenciado a nuestros mayores, respetando sus canas como nos instruían en la escuela; hemos aprendido el valor del esfuerzo, el trabajo y los principios que nos enseñaron nuestros antepasados casi sin ser conscientes; y ahora ¿vamos a permitir que todo eso se pierda o se siga devaluando porque no entra en la agenda de los políticos actuales evitar este aislamiento con planes de repoblación, instalación de industria (suelo hay en abundancia y a precio irrisorio), y, sobre todo, falta de interés?¿Hasta cuándo seguiremos callados, mansos, sin protestar ni luchar por aquello que nos han ido arrebatando, o es que ya estamos muertos?
Mª Soledad Martín Turiño


















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