ZAMORANA
Falsas apariencias
    
   
	    
	
    
        
    
    
        
          
		
    
        			        			        			        
    
    
    
	
	
        
        
        			        			        			        
        
                
        
        
Cuando el frio llega a los pueblos y ciudades de España, acompañado de nieve, lluvia o heladas, me viene a la mente un episodio entrañable ocurrido hace demasiados años. Mi amigo Desi vivía entonces en uno de estos pueblos que ahora hacen justicia a su acotación de “vaciados”, en una España rural y decadente con reminiscencias franquistas, que pronto empezaría a mirar al futuro con ilusión y un poco de miedo.
 
Desi era por entonces un muchacho desgarbado y flacucho, pero con una simpatía desbordante; se llevaba a todos de calle con su gracejo y la ayuda desinteresada que siempre ofrecía a quien lo precisara. Como no tenía familia, vivía solo en una casa pequeña y destartalada; trabajaba como pastor, pero no le hacía ascos a algún encargo extra que le hicieran, y se convirtió en el “chico para todo” del pueblo. La gente le apreciaba y pagaban sus servicios con un saco de patatas, una longaniza o cualquier vianda que siempre agradecía, sobre todo en aquellos días fríos de invierno.
 
En una ocasión, pasó por el pueblo un coche elegante, de punto como se decía entonces; un utilitario que llamaba la atención y alegraba la vista al mismo tiempo; pues bien, el coche solía llegar todas las mañanas a la misma hora, se detenía a un lado de la carretera y luego continuaba camino. Por aquellos tiempos corría la voz de un asesino en serie que mataba a niños en los pueblos y que denominaban “sacamantecas”; unos decían que secuestraba a los pequeños para darlos en adopción a familias pudientes que no podían tener hijos, y otros, los más escabrosas, decían que utilizaban a los infantes para extirparles los órganos; en cualquier caso, aquellos niños desaparecían del pueblo para siempre.
 
Hubo mucho miedo y las madres ataban en corto a sus hijos, adiestrándolos para que se recogieran después de la escuela sin detenerse con ningún desconocido. Sin embargo, aquella mañana, una niña de no más de cinco años, se dirigía con su lechera a casa de una vecina atendiendo un encargo de la madre, ésta la vigilaba desde su casa y, en un momento dado, la niña se detuvo para escuchar una pregunta que le hizo el hombre del coche; entonces, sin atender a razones, la cría empezó a gritar poseída de un terror absoluto. A los chillidos apareció el bueno de Desi que iba de camino al aprisco y corrió hacia donde estaba la niña, la apartó y la tomó en brazos; el rostro de la pequeña estaba rojo, lleno de mocos y lágrimas a partes iguales. Desi increpó al dueño del coche preguntándole qué quería y por qué había asustado a la criatura de aquel modo. Para su sorpresa, el hombre bajó del vehículo y le dijo que se calmara, se identificó como vecino de un pueblo aledaño y le explicó que utilizaba su coche en varios pueblos como taxi recogiendo a los vecinos que necesitaran ir a la capital, por eso se detenía siempre unos minutos en el mismo lugar y si no había clientes, se marchaba.
 
Tras esta explicación, el hombre se interesó por la pequeña que se aferraba a los brazos de Desi al tiempo que su madre llegaba corriendo para ver lo que había ocurrido. Al final se aclaró todo y desde entonces ya no hubo nadie que temiera la llegada del impoluto coche de punto cuando se detenía a un lado de la carretera.
 
Por cierto, he de confesar que aquella niña recelosa y asustada era yo.
 
 
Mª Soledad Martín Turiño
        
        
    
       
            
    
        
        
	
    
                                                                                            	
                                        
                            
    
    
	
    
Cuando el frio llega a los pueblos y ciudades de España, acompañado de nieve, lluvia o heladas, me viene a la mente un episodio entrañable ocurrido hace demasiados años. Mi amigo Desi vivía entonces en uno de estos pueblos que ahora hacen justicia a su acotación de “vaciados”, en una España rural y decadente con reminiscencias franquistas, que pronto empezaría a mirar al futuro con ilusión y un poco de miedo.
Desi era por entonces un muchacho desgarbado y flacucho, pero con una simpatía desbordante; se llevaba a todos de calle con su gracejo y la ayuda desinteresada que siempre ofrecía a quien lo precisara. Como no tenía familia, vivía solo en una casa pequeña y destartalada; trabajaba como pastor, pero no le hacía ascos a algún encargo extra que le hicieran, y se convirtió en el “chico para todo” del pueblo. La gente le apreciaba y pagaban sus servicios con un saco de patatas, una longaniza o cualquier vianda que siempre agradecía, sobre todo en aquellos días fríos de invierno.
En una ocasión, pasó por el pueblo un coche elegante, de punto como se decía entonces; un utilitario que llamaba la atención y alegraba la vista al mismo tiempo; pues bien, el coche solía llegar todas las mañanas a la misma hora, se detenía a un lado de la carretera y luego continuaba camino. Por aquellos tiempos corría la voz de un asesino en serie que mataba a niños en los pueblos y que denominaban “sacamantecas”; unos decían que secuestraba a los pequeños para darlos en adopción a familias pudientes que no podían tener hijos, y otros, los más escabrosas, decían que utilizaban a los infantes para extirparles los órganos; en cualquier caso, aquellos niños desaparecían del pueblo para siempre.
Hubo mucho miedo y las madres ataban en corto a sus hijos, adiestrándolos para que se recogieran después de la escuela sin detenerse con ningún desconocido. Sin embargo, aquella mañana, una niña de no más de cinco años, se dirigía con su lechera a casa de una vecina atendiendo un encargo de la madre, ésta la vigilaba desde su casa y, en un momento dado, la niña se detuvo para escuchar una pregunta que le hizo el hombre del coche; entonces, sin atender a razones, la cría empezó a gritar poseída de un terror absoluto. A los chillidos apareció el bueno de Desi que iba de camino al aprisco y corrió hacia donde estaba la niña, la apartó y la tomó en brazos; el rostro de la pequeña estaba rojo, lleno de mocos y lágrimas a partes iguales. Desi increpó al dueño del coche preguntándole qué quería y por qué había asustado a la criatura de aquel modo. Para su sorpresa, el hombre bajó del vehículo y le dijo que se calmara, se identificó como vecino de un pueblo aledaño y le explicó que utilizaba su coche en varios pueblos como taxi recogiendo a los vecinos que necesitaran ir a la capital, por eso se detenía siempre unos minutos en el mismo lugar y si no había clientes, se marchaba.
Tras esta explicación, el hombre se interesó por la pequeña que se aferraba a los brazos de Desi al tiempo que su madre llegaba corriendo para ver lo que había ocurrido. Al final se aclaró todo y desde entonces ya no hubo nadie que temiera la llegada del impoluto coche de punto cuando se detenía a un lado de la carretera.
Por cierto, he de confesar que aquella niña recelosa y asustada era yo.
Mª Soledad Martín Turiño



















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