COSAS MÍAS
¿Eres feliz?
Eugenio-Jesús de Ávila
Alguien te preguntó una cuestión tan esencial, tanto que ni tú mismo nunca te la planteaste, como esta: ¿eres feliz? Y, sin solución de continuidad: ¿Lo fuiste alguna vez? Qué responderías. Convencido estoy que entre tu cerebro y tu corazón se abriría un largo debate. Sostengo, sin apellidarme Pereira, que solo son felices los que están enamorados. La gente con empatía nunca conocerá ese sentimiento. Quizá haya instante de felicidad, como aprobar una oposición tras esfuerzos descomunales, sin que interviniera el nepotismo, corrupción habitual entre políticos y sus familias y amantes, queridos o queridas.
La Navidad, verbigracia, la aprecio como la fiesta que preside la hipocresía. Y, además, la de la tristeza alegre, la de la pena feliz. Estás obligado a desear paz y amor a gentes que, como poco, no te caen bien. Recuerdas, por supuesto, a miembros tan amados de tu familia y amistades que ya no se sentarán en la mesa de las viandas propias de estas celebraciones, huecos que nadie cubre, sillas que nadie ocupa, remembraza de los que se fueron para nunca más volver, los que solo residen en la alcoba de tu memoria. Y piensas, durante un momento, en que quizá tú, a no tardar, tampoco formarás parte de los ausentes. Y te cuestionas si fuiste una buena persona, si no empleaste calumnias, si no te aliaste con la felonía, si diste no lo que te sobraba, sino lo que todavía necesitabas.
Estas fiestas, antaño del solsticio de invierno, de religiones anteriores al cristianismo, que la Iglesia hizo propias, solo las disfrutan los más pequeños, los inconscientes, los huérfanos de empatía, los malandrines, los que son, en esencia, felices cuando el prójimo fracasa, aquellos que se alegran más con el mal ajeno que con la gloria propia.
Si me preguntaran a mí si soy feliz, sin dudas, respondería rotundamente con un monosílabo: no. Y podría estar enamorado.
Eugenio-Jesús de Ávila
Alguien te preguntó una cuestión tan esencial, tanto que ni tú mismo nunca te la planteaste, como esta: ¿eres feliz? Y, sin solución de continuidad: ¿Lo fuiste alguna vez? Qué responderías. Convencido estoy que entre tu cerebro y tu corazón se abriría un largo debate. Sostengo, sin apellidarme Pereira, que solo son felices los que están enamorados. La gente con empatía nunca conocerá ese sentimiento. Quizá haya instante de felicidad, como aprobar una oposición tras esfuerzos descomunales, sin que interviniera el nepotismo, corrupción habitual entre políticos y sus familias y amantes, queridos o queridas.
La Navidad, verbigracia, la aprecio como la fiesta que preside la hipocresía. Y, además, la de la tristeza alegre, la de la pena feliz. Estás obligado a desear paz y amor a gentes que, como poco, no te caen bien. Recuerdas, por supuesto, a miembros tan amados de tu familia y amistades que ya no se sentarán en la mesa de las viandas propias de estas celebraciones, huecos que nadie cubre, sillas que nadie ocupa, remembraza de los que se fueron para nunca más volver, los que solo residen en la alcoba de tu memoria. Y piensas, durante un momento, en que quizá tú, a no tardar, tampoco formarás parte de los ausentes. Y te cuestionas si fuiste una buena persona, si no empleaste calumnias, si no te aliaste con la felonía, si diste no lo que te sobraba, sino lo que todavía necesitabas.
Estas fiestas, antaño del solsticio de invierno, de religiones anteriores al cristianismo, que la Iglesia hizo propias, solo las disfrutan los más pequeños, los inconscientes, los huérfanos de empatía, los malandrines, los que son, en esencia, felices cuando el prójimo fracasa, aquellos que se alegran más con el mal ajeno que con la gloria propia.
Si me preguntaran a mí si soy feliz, sin dudas, respondería rotundamente con un monosílabo: no. Y podría estar enamorado.



















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