Ser un hombre ridículo

Eugenio-Jesús de Ávila

No tengo nada que perder. ¿La vida? Existo por inercia. ¿Un amor? No lo conozco, no lo imagino, no lo deseo. ¿Dinero? Solo sirve para comprar lo efímero. Lo he dado todo. No me queda nada. Un trozo de tiempo que regalaría a Cronos. Solo siento, cuando me voy yendo, haber causado daño psíquico a personas que me amaron, que se entregaron a mí en la creencia que yo era una persona sensata, inteligente, culta y bondadosa. Nunca fui nada. Imagen. Verbo. Palabra en el tiempo.

He sido honrado. Me doctoré en tal virtud. Sensible ante la injusticia. Mis amigos alcanzan jerarquía sobre mí en la escala de la bondad. Las personas que me estiman pertenecen al mundo de los buenos, los que nunca perjudican a nadie, los que son solidarios, sencillos y humildes, gente normal, que no sabe odiar, pero sí defenderse con las armas del bien.

No tengo ni escudero, ni Rocinante, ni Dulcinea. Pero aún combato a los malandrines allá donde moren: política, periodismo y empresa. Me repelen los felones, tacaños y vanidosos. Admiro a la persona culta, humilde y delicada. Me atrae la elegancia, lo femenino, la clase. Confieso mi envidia sana ante los habilidosos, sabios y discretos. No creo en Dios, tampoco en mí. Solo en ti que no eres nadie y en ella que me descubrió el amor y me demostró que es mejor amar por placer, amar por amar, que amar a quién te desprecia, te olvida y te ignora.

Me quiero poco, cómo me iba a querer esa gran mujer. Detenido en esta parte final del camino a ninguna parte, considero que he sido un hombre ridículo, fracasado, ya un desecho de tienta.