ZAMORANA
El tiempo no corre, vuela
Mª Soledad Martín Turiño
“El tiempo no corre, vuela”, suele decirme a menudo mi muy mejor amiga para urgirme a disfrutar de las horas, de la gente, del paisaje, de los aromas y de todo aquello que nos ofrece la vida y que, muchas veces, no otorgamos importancia. Debe ser porque con los años se adquiere otra serenidad, que, de un tiempo a esta parte, me fijo mucho en las puestas de sol que siempre me parecieron mágicas; pienso si no lo tengo cerca, en la inmensidad del mar y la paz que regala en los paseos solitarios por la orilla de la playa; miro al cielo estrellado (cuando la contaminación me lo permite), y cuento los puntitos luminosos que de niña constituían un pasatiempo en mis noches veraniegas, mientras el resto de la familia charlaba apaciblemente dentro de casa.
¡Son tantos los regalos que nos hace a diario la vida, y los valoramos tan poco! Y eso por no hablar del bien más preciado que podemos poseer: la salud, ya que sin ella todo resta. La compañía es otro don especial que proporciona compartir momentos con alguien que sabemos cercano; o el amor, que no es exclusivo de la pareja, sino que se puede sentir por la gente, por un lugar, por un recuerdo… la vida nos otorga todos esos presentes de manera gratuita y, tal vez por eso mismo, los valoramos tan poco.
Puedo decir que mi abanico de querencias va más allá de paisajes, personas, evocaciones o sitios físicos; intento mirar con los ojos del espíritu la belleza que me rodea; porque, aunque sean los mismos árboles que observo a diario desde mi ventana, adquieren un tono diferente en otoño o primavera, con la luz de la mañana o de la tarde. Procuro ver la parte positiva de la gente que quiero, apartando cualquier signo negativo que pueda perturbarme, aceptando comportamientos o formas de ser diferentes e integrándolas en mi universo para hacerlo más amplio.
Valoro la suerte de haber nacido en un primer mundo, de no mendigar un trozo de pan, de no sufrir los horrores de la guerra ni la penuria para sacar sin recursos una familia adelante. Tenemos el privilegio de satisfacer pequeños caprichos, de tener un techo que nos acoge, amigos y familia con quienes compartir las horas; y aunque todos estamos a merced de un imprevisto que pueda arruinar repentinamente nuestro estado de bienestar (el último ejemplo son las inundaciones de la provincia de Valencia o los incendios que asolan Los Ángeles); sin embargo, el día a día suele presentarse benévolo, aun a pesar de sus condicionantes para cada persona.
Mi artículo de hoy pretende hablar de esperanza, de la confianza de sentirse bien, de mantener los ojos abiertos para gozar de la felicidad que tenemos y, sobre todo, de vivir cada día con intensidad porque, como suele decir a menudo mi muy mejor amiga: “El tiempo no corre, vuela”.
“El tiempo no corre, vuela”, suele decirme a menudo mi muy mejor amiga para urgirme a disfrutar de las horas, de la gente, del paisaje, de los aromas y de todo aquello que nos ofrece la vida y que, muchas veces, no otorgamos importancia. Debe ser porque con los años se adquiere otra serenidad, que, de un tiempo a esta parte, me fijo mucho en las puestas de sol que siempre me parecieron mágicas; pienso si no lo tengo cerca, en la inmensidad del mar y la paz que regala en los paseos solitarios por la orilla de la playa; miro al cielo estrellado (cuando la contaminación me lo permite), y cuento los puntitos luminosos que de niña constituían un pasatiempo en mis noches veraniegas, mientras el resto de la familia charlaba apaciblemente dentro de casa.
¡Son tantos los regalos que nos hace a diario la vida, y los valoramos tan poco! Y eso por no hablar del bien más preciado que podemos poseer: la salud, ya que sin ella todo resta. La compañía es otro don especial que proporciona compartir momentos con alguien que sabemos cercano; o el amor, que no es exclusivo de la pareja, sino que se puede sentir por la gente, por un lugar, por un recuerdo… la vida nos otorga todos esos presentes de manera gratuita y, tal vez por eso mismo, los valoramos tan poco.
Puedo decir que mi abanico de querencias va más allá de paisajes, personas, evocaciones o sitios físicos; intento mirar con los ojos del espíritu la belleza que me rodea; porque, aunque sean los mismos árboles que observo a diario desde mi ventana, adquieren un tono diferente en otoño o primavera, con la luz de la mañana o de la tarde. Procuro ver la parte positiva de la gente que quiero, apartando cualquier signo negativo que pueda perturbarme, aceptando comportamientos o formas de ser diferentes e integrándolas en mi universo para hacerlo más amplio.
Valoro la suerte de haber nacido en un primer mundo, de no mendigar un trozo de pan, de no sufrir los horrores de la guerra ni la penuria para sacar sin recursos una familia adelante. Tenemos el privilegio de satisfacer pequeños caprichos, de tener un techo que nos acoge, amigos y familia con quienes compartir las horas; y aunque todos estamos a merced de un imprevisto que pueda arruinar repentinamente nuestro estado de bienestar (el último ejemplo son las inundaciones de la provincia de Valencia o los incendios que asolan Los Ángeles); sin embargo, el día a día suele presentarse benévolo, aun a pesar de sus condicionantes para cada persona.
Mi artículo de hoy pretende hablar de esperanza, de la confianza de sentirse bien, de mantener los ojos abiertos para gozar de la felicidad que tenemos y, sobre todo, de vivir cada día con intensidad porque, como suele decir a menudo mi muy mejor amiga: “El tiempo no corre, vuela”.
























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