En casa ajena

“Siempre con la misma cantinela”, decía entre dientes, pero lo suficientemente audible, aquel chaval cada vez que el abuelo le contaba alguna historia; porque a él no le interesaban los desvaríos de un viejo que se repetía, que siempre decía lo mismo y que robaba su tiempo en cuanto le tenía a tiro. 

Aquel muchacho prefería saludarle de pasada y evitar, de ese modo, que el viejo empezara con otra de sus peroratas; así que se iba a su habitación o escapaba de casa a jugar con los amigos.

Los padres acogieron al abuelo en casa pensando que duraría poco, porque su enfermedad estaba ya muy avanzada y no podía vivir solo, pero el tiempo corría y aquel anciano empezaba a ser una molestia que todos hacían patente. 

La nuera arregló una pequeña habitación, que antes hacía el oficio de trastero en aquel piso pequeño y allí acomodó al abuelo; un lugar angosto, incómodo y mal ventilado, donde no había nada que le perteneciera; ni siquiera le habían permitido colgar las fotos que siempre le habían acompañado: la de recién casados, su mujer en el viaje que hicieron para ver el mar, los nietos…; decían que no había espacio y que eran trastos viejos y pasados de moda.

El abuelo sabía perfectamente que era un estorbo y procuraba quedarse en su habitación para no molestar; pero en las horas de las comidas, se sentaba con todos a la mesa. 
Padres e hijos lo observaban de reojo, casi de lado, haciendo cálculos, sin una brizna de cariño, mientras lentamente se le caían las lágrimas.