COSAS DE AQUÍ
Las nieblas interiores de Zamora
Eugenio-Jesús de Ávila
Zamora es a la niebla, como a sus templos románicos, a la cópula y la torre de la Catedral y al Puente de Piedra. No comprendo a nuestra ciudad sin ese vaho de Dios que es la niebla. Cuando en un otoño tardío o un invierno dominado por el anticiclón, no aparezcan esas nubes bajas acariciando las aguas verdosas del Duero, habrá que tomarse en serio el cambio climático.
Lo he escrito hasta hacerme callo en las yemas de mis dedos: la niebla embellece el patrimonio monumental de esta vieja ciudad del Romancero, porque la cubre de misterio, como si fuera obra de un mago, de un fabulador medieval. Me encanta pasearme por esas rúas y plazuelas que siguen desafiando al tiempo. Recuerdo momentos de arte erótico, envuelto por la niebla, junto a algunas de las mujeres de mi vida. La Rúa del Troncoso, donde los besos se pierden entre el cielo y los cantos, siempre fue mi espacio idóneo para confesar mi pasión a las damas. La niebla forma, pues, parte de mi memoria sensual. Besar a una mujer mientras el frío convierte en escarcha el tuétano de los huesos y el corazón en un volcán estromboliano.
Pero esta niebla de otoño-invierno que gloso se presenta en otra versión en nuestra madre patria: la humana. Los zamoranos formamos una sociedad en niebla, que llevamos cada cual entre el cuerpo y el alma. Esa estructura interior nos ha transformado en gentes conformistas, abúlicas, excepción de la pugna pseudo religiosa de la Semana Santa; en personas dotadas para metabolizar las mentiras y descomponerse con las verdades. Aquí no se puede ser diferente, librepensador, sincero, culto, crítico. Se prefiere el silencio al verbo. Después se calumnia al que destaca, se envidia al que piensa, se premia al cobista. Porque lo he vivido, por mi experiencia, sé que el triunfo ajeno causa más tristeza que la gloria propia. Esa niebla que no rompe el sol en la hora de la siesta, la que guardamos en nuestro cerebro, condujo a nuestra tierra a un invierno económico y social al que jamás la primavera osa llevárselo con la ayuda de Eolo y el aroma de las flores. ¡Qué triste es tener sin flores el santo jardín del alma…! Tan triste como amarlo todo sin saber lo que se ama. JRJ, un genio hipocondriaco así me lo esclareció ha tiempo.
Eugenio-Jesús de Ávila
Zamora es a la niebla, como a sus templos románicos, a la cópula y la torre de la Catedral y al Puente de Piedra. No comprendo a nuestra ciudad sin ese vaho de Dios que es la niebla. Cuando en un otoño tardío o un invierno dominado por el anticiclón, no aparezcan esas nubes bajas acariciando las aguas verdosas del Duero, habrá que tomarse en serio el cambio climático.
Lo he escrito hasta hacerme callo en las yemas de mis dedos: la niebla embellece el patrimonio monumental de esta vieja ciudad del Romancero, porque la cubre de misterio, como si fuera obra de un mago, de un fabulador medieval. Me encanta pasearme por esas rúas y plazuelas que siguen desafiando al tiempo. Recuerdo momentos de arte erótico, envuelto por la niebla, junto a algunas de las mujeres de mi vida. La Rúa del Troncoso, donde los besos se pierden entre el cielo y los cantos, siempre fue mi espacio idóneo para confesar mi pasión a las damas. La niebla forma, pues, parte de mi memoria sensual. Besar a una mujer mientras el frío convierte en escarcha el tuétano de los huesos y el corazón en un volcán estromboliano.
Pero esta niebla de otoño-invierno que gloso se presenta en otra versión en nuestra madre patria: la humana. Los zamoranos formamos una sociedad en niebla, que llevamos cada cual entre el cuerpo y el alma. Esa estructura interior nos ha transformado en gentes conformistas, abúlicas, excepción de la pugna pseudo religiosa de la Semana Santa; en personas dotadas para metabolizar las mentiras y descomponerse con las verdades. Aquí no se puede ser diferente, librepensador, sincero, culto, crítico. Se prefiere el silencio al verbo. Después se calumnia al que destaca, se envidia al que piensa, se premia al cobista. Porque lo he vivido, por mi experiencia, sé que el triunfo ajeno causa más tristeza que la gloria propia. Esa niebla que no rompe el sol en la hora de la siesta, la que guardamos en nuestro cerebro, condujo a nuestra tierra a un invierno económico y social al que jamás la primavera osa llevárselo con la ayuda de Eolo y el aroma de las flores. ¡Qué triste es tener sin flores el santo jardín del alma…! Tan triste como amarlo todo sin saber lo que se ama. JRJ, un genio hipocondriaco así me lo esclareció ha tiempo.

















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