ZAMORANA
Una parte de mí
Hay días en que uno no se levantaría de la cama; con esos amaneceres oscuros que asoman tímidamente por la ventana y ya preludian una jornada gris, lluviosa, tristona…pero, con gran esfuerzo, nos ponemos en pie y damos gracias por estar aquí un día más, porque la alternativa de no estar aún no la conoce ni siquiera la inteligencia artificial, que es la madre de todos los saberes. Ya en pie, voy despacio hasta la ventana para ventilar la habitación; efectivamente compruebo que hoy no podré salir a la calle porque las aceras están resbaladizas de la helada de anoche, y temo otra caída.
Con paso incierto, me acerco a la cocina a prepararme el desayuno: un tazón de leche en el que migo un par de madalenas de pueblo que me trae la mujer que me atiende y que son las mejores del mundo. Hoy no le toca venir, ya que solo tengo la ayuda un par de días a la semana; así que he de inventarme algo para entretener el tiempo hasta la hora de acostarme; una vida insípida, tediosa y harto molesta porque no puedo valerme por mí mismo.
Recojo los restos del desayuno y pongo la televisión, ella es mi aliada, está siempre ahí y, en ocasiones, incluso me entretiene; otras veces la tengo encendida por el ruido de fondo para imaginar que no estoy tan solo. Antes de abalanzarme sobre el sillón, estiro las sabanas y cierro la ventana; ya están todos los quehaceres hechos. Recorro el pasillo y me detengo en las fotografías que mi mujer fue enmarcando de los hijos y los nietos; casi parece un collage y ya no hay un lugar donde se vea la pared. Cada día estoy tentado de arrancarlas de su sitio y meterlas en un cajón para que duerman el sueño de los justos.
Son instantáneas pasadas que ya no tienen sentido: bodas de hijos que luego se separaron, nietos recién nacidos que ahora son adultos a los que no conozco, y mi mujer en alguna, siempre sonriendo; ella es la única que me conmueve porque desde que falta, su recuerdo se ha desvanecido tanto que casi tengo que apoyarme en las fotografías para recordar su cara, sus manos. Sí me acuerdo de su voz, de la forma tan dulce con la que regañaba a los críos cuando eran pequeños; nunca una mala cara, ni siquiera cuando la enfermedad le arruinó la vida. ¡qué solo me quedé tras su marcha!
A veces recibo alguna llamada de la familia, de los hijos pocas, de los nietos nunca; pero sí de unos amigos compañeros de partida desde el pueblo, que están en una residencia. Cuando me encuentro bien, voy a verlos y allí pasamos un buen rato. Insisten en que no siga viviendo solo en casa y que ingrese allí, que ellos están muy bien atendidos, la comida es buena y el trato amable. Siempre les contesto que lo haré, pero me cuesta dejar la casa donde he vivido desde me casé, porque aquí están mis recuerdos y una parte de mí.
Mª Soledad Martín Turiño
Hay días en que uno no se levantaría de la cama; con esos amaneceres oscuros que asoman tímidamente por la ventana y ya preludian una jornada gris, lluviosa, tristona…pero, con gran esfuerzo, nos ponemos en pie y damos gracias por estar aquí un día más, porque la alternativa de no estar aún no la conoce ni siquiera la inteligencia artificial, que es la madre de todos los saberes. Ya en pie, voy despacio hasta la ventana para ventilar la habitación; efectivamente compruebo que hoy no podré salir a la calle porque las aceras están resbaladizas de la helada de anoche, y temo otra caída.
Con paso incierto, me acerco a la cocina a prepararme el desayuno: un tazón de leche en el que migo un par de madalenas de pueblo que me trae la mujer que me atiende y que son las mejores del mundo. Hoy no le toca venir, ya que solo tengo la ayuda un par de días a la semana; así que he de inventarme algo para entretener el tiempo hasta la hora de acostarme; una vida insípida, tediosa y harto molesta porque no puedo valerme por mí mismo.
Recojo los restos del desayuno y pongo la televisión, ella es mi aliada, está siempre ahí y, en ocasiones, incluso me entretiene; otras veces la tengo encendida por el ruido de fondo para imaginar que no estoy tan solo. Antes de abalanzarme sobre el sillón, estiro las sabanas y cierro la ventana; ya están todos los quehaceres hechos. Recorro el pasillo y me detengo en las fotografías que mi mujer fue enmarcando de los hijos y los nietos; casi parece un collage y ya no hay un lugar donde se vea la pared. Cada día estoy tentado de arrancarlas de su sitio y meterlas en un cajón para que duerman el sueño de los justos.
Son instantáneas pasadas que ya no tienen sentido: bodas de hijos que luego se separaron, nietos recién nacidos que ahora son adultos a los que no conozco, y mi mujer en alguna, siempre sonriendo; ella es la única que me conmueve porque desde que falta, su recuerdo se ha desvanecido tanto que casi tengo que apoyarme en las fotografías para recordar su cara, sus manos. Sí me acuerdo de su voz, de la forma tan dulce con la que regañaba a los críos cuando eran pequeños; nunca una mala cara, ni siquiera cuando la enfermedad le arruinó la vida. ¡qué solo me quedé tras su marcha!
A veces recibo alguna llamada de la familia, de los hijos pocas, de los nietos nunca; pero sí de unos amigos compañeros de partida desde el pueblo, que están en una residencia. Cuando me encuentro bien, voy a verlos y allí pasamos un buen rato. Insisten en que no siga viviendo solo en casa y que ingrese allí, que ellos están muy bien atendidos, la comida es buena y el trato amable. Siempre les contesto que lo haré, pero me cuesta dejar la casa donde he vivido desde me casé, porque aquí están mis recuerdos y una parte de mí.
Mª Soledad Martín Turiño
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