COSAS MÍAS
Los debates del ciprés de Santiago del Burgo
Eugenio-Jesús de Ávila
Ese ciprés solitario de Santa Clara es el mejor amigo -¿amante?- de la iglesia de Santiago del Burgo, una de las más bellas del románico zamorano. A este árbol, esbelto y coqueto, una especie de edificio de avecillas que, al alba y al ocaso del sol, discuten y debaten entre sus densas ramas sobre el estado de la sociedad de gorriones, donde tanto se critica a las golondrinas, los zamoranos más sensibles le adoran. El templo se ha convertido en espejo de su belleza, donde su sombra estalla cuando la luz le ilumina desde el sur.
A este ciprés, que no quiso vivir en el cementerio, le habría gustado peregrinar a Compostela, pero los árboles de ciudad nunca aprenden a andar y les toca permanecer siempre estáticos, pero estéticos. Muchas gentes de Zamora nunca quisieron transformarse en ciprés. Eligieron, para ganarse el pan, ir a trinar a otras tierras, donde el futuro siempre llega y los gorriones no necesitan trabajarse la miga o la semilla pidiendo favores el cacique de los pájaros.
Sabemos que hay muchos jóvenes en Zamora y su provincia que no quieren ser como el ciprés de Santiago del Burgo. Y, un día, cuando finalicen sus carreras se irán a otras latitudes donde los árboles crecerán en libertad, dispondrán de nidos de ruiseñores en sus ramas, balcones para las golondrinas y se les respetará. Y, además, nadie se meterá en sus vidas, ni los calumniarán por tener o carecer de hojas, andar desnudos en invierno o no mirarse en los sillares de las iglesias.
Yo también soy como el ciprés de Santiago del Burgo. Admiro su fidelidad y el amor a su iglesia del alma, sobre la que refleja su sombra. Quiero morir también como él algún día, de pie, en la ciudad del alma, la que nos alienta y nos acusa, para observar de cerca la decadencia de nuestra tierra, su conversión en una gran residencia de la tercera edad -definición eufemística-, de más de 10.500 km2 de extensión; la deriva hacia una ciudad museo del románico, modernismo, eclecticismo y Semana Santa, donde se muere más despacio, en la que los minutos duran 70 segundos y se calumnia o envidia al que triunfa, al inconformista y al que no pide permiso al poder provinciano para pensar.
Mientras, seguiré fijándome en ese ciprés de Santa Clara, en sus conversaciones con su iglesia sobre el futuro del cristianismo y la fe de los ateos y su competencia por alcanzar mayor altura que la torre de Santiago del Burgo. Y sé que yo me iré y el se quedará con sus gorriones, viendo entrar almas pías en el templo y quizá arrepintiéndose de no haber peregrinado a Compostela.
Eugenio-Jesús de Ávila
Ese ciprés solitario de Santa Clara es el mejor amigo -¿amante?- de la iglesia de Santiago del Burgo, una de las más bellas del románico zamorano. A este árbol, esbelto y coqueto, una especie de edificio de avecillas que, al alba y al ocaso del sol, discuten y debaten entre sus densas ramas sobre el estado de la sociedad de gorriones, donde tanto se critica a las golondrinas, los zamoranos más sensibles le adoran. El templo se ha convertido en espejo de su belleza, donde su sombra estalla cuando la luz le ilumina desde el sur.
A este ciprés, que no quiso vivir en el cementerio, le habría gustado peregrinar a Compostela, pero los árboles de ciudad nunca aprenden a andar y les toca permanecer siempre estáticos, pero estéticos. Muchas gentes de Zamora nunca quisieron transformarse en ciprés. Eligieron, para ganarse el pan, ir a trinar a otras tierras, donde el futuro siempre llega y los gorriones no necesitan trabajarse la miga o la semilla pidiendo favores el cacique de los pájaros.
Sabemos que hay muchos jóvenes en Zamora y su provincia que no quieren ser como el ciprés de Santiago del Burgo. Y, un día, cuando finalicen sus carreras se irán a otras latitudes donde los árboles crecerán en libertad, dispondrán de nidos de ruiseñores en sus ramas, balcones para las golondrinas y se les respetará. Y, además, nadie se meterá en sus vidas, ni los calumniarán por tener o carecer de hojas, andar desnudos en invierno o no mirarse en los sillares de las iglesias.
Yo también soy como el ciprés de Santiago del Burgo. Admiro su fidelidad y el amor a su iglesia del alma, sobre la que refleja su sombra. Quiero morir también como él algún día, de pie, en la ciudad del alma, la que nos alienta y nos acusa, para observar de cerca la decadencia de nuestra tierra, su conversión en una gran residencia de la tercera edad -definición eufemística-, de más de 10.500 km2 de extensión; la deriva hacia una ciudad museo del románico, modernismo, eclecticismo y Semana Santa, donde se muere más despacio, en la que los minutos duran 70 segundos y se calumnia o envidia al que triunfa, al inconformista y al que no pide permiso al poder provinciano para pensar.
Mientras, seguiré fijándome en ese ciprés de Santa Clara, en sus conversaciones con su iglesia sobre el futuro del cristianismo y la fe de los ateos y su competencia por alcanzar mayor altura que la torre de Santiago del Burgo. Y sé que yo me iré y el se quedará con sus gorriones, viendo entrar almas pías en el templo y quizá arrepintiéndose de no haber peregrinado a Compostela.
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