ZAMORANA
Don Sabino, un buen hombre
Mª Soledad Martín Turiño
![[Img #96150]](https://eldiadezamora.es/upload/images/02_2025/6707_7046_5794_sol1.jpg)
Aunque no comulgo con estas costumbres, casi por compromiso tuve que visitar el cementerio y, como era un hábito adquirido en el pueblo, llevé un ramo de flores para poner sobre la tumba de aquel hombre bueno que fue el médico que tanto y tan bien comprendió a sus habitantes. Era, sobre todo, alguien que sabía escuchar las dolencias de cada cual cuando los visitaba en casa, les tomaba la mano, conocía a cada paciente, charlaba con ellos, les medía las constantes y, con un trato personal exquisito, suplía las carencias médicas en aquel lugar apartado de la modernidad y perdido de la mano de Dios.
Ahora las cosas han cambiado, ha llegado la tecnología a cada rincón del país y todos estamos conectados; sin embargo, hace cincuenta años, en la época en que don Sabino ejercía su labor médica, en aquel remoto lugar no existía un consultorio, las medicinas tardaban en llegar desde la capital (con mayor dificultad, cuando el pueblo se quedaba aislado por la nieve), no disponía de más ayuda que el practicante y las patologías que diagnosticaba, así como el tratamiento, eran dispensados en casa y con recursos limitados, porque tampoco había un coche que llevara a los enfermos al hospital.
La gente de entonces era recia, dura, con un concepto muy natural de la vida y la muerte; y si la enfermedad llegaba, se mentalizaban para un final que asumían con total llaneza. Don Sabino visitaba a diario, casa por casa a quienes precisaban de su asistencia; conocía a todo el mundo y era recibido como un amigo más; eso sí, con el respeto y la reverencia que por aquel entonces disfrutaban las fuerzas vivas de cualquier localidad. Aquellas visitas eran acogidas por los lugareños como la más eficaz medicina; le invitaban a merendar, a compartir las pocas viandas que tenían e incluso muchos le pagaban con una gallina, unos chorizos o un saco de harina.
Don Sabino ejerció su profesión hasta una edad tan avanzada que ya era él quien precisaba que le atendieran. Nadie quería suplirle como médico en aquel paraje tan remoto, sin más ayuda que una voluntad férrea y un amor absoluto por la profesión, que abarcaba desde alumbrar un parto, hasta tratar un cáncer; además de una obligada visita a los enfermos, daba igual si ardía el sol o si la nevada hacía el camino impracticable.
Tras su muerte, el pueblo se quedó sin asistencia médica durante unos meses hasta que, por fin, llegó un hombre joven para sustituir al anterior. Venía cargado con un montón de ideas nuevas pero, tras conocer a sus pacientes, decidió continuar con la atención de su predecesor: visitas, consejos, escucha, cercanía… y se dio cuenta de que estas herramientas resultaban más prácticas y útiles que las medicinas que recetaba. Este hombre, al que todos llamaban don Emilio, a pesar de su resistencia al tratamiento, construyó una pequeña farmacia-consultorio que aprovisionó de suficientes medicamentos como para no pasar necesidad en los largos y duros inviernos. También gestionó que el coche de un pueblo cercano se comprometiera a acudir cuando algún enfermo precisara ingresar en el hospital y, de ese modo, logrando mejoras para aquel pequeño lugar, empezó a hacerse un hueco entre los vecinos que le incorporaron a sus vidas con el mismo cariño que habían profesado al médico anterior.
Llegué una mañana de otoño, acudiendo a una llamada que habían hecho los vecinos a todos los que habíamos abandonado el pueblo, porque iban a hacer un homenaje a don Sabino. Se rezaría un responso en el cementerio, y luego descubrirían una placa en el actual consultorio médico.
El frio asomaba entre los riscos de aquel páramo solitario que llevaba años sin visitar porque los jóvenes, en cuanto podían, huían de allí para buscarse un futuro mejor. Caminé por las cuatro calles y casi no percibí a nadie, aunque me sabía observada tras las ventanas. Los pocos vecinos que continuaban viviendo en aquel lugar eran todos mayores; sin embargo, surgiendo de la nada apareció de pronto un grupo de personas; algunos eran viejos amigos que, acercándose a mí, me abrazaron a modo de saludo y todos juntos fuimos al cementerio para iniciar los actos de homenaje. Llevaba el ramo de flores conmigo y pude ver que no era la única. El panteón se llenó de flores de agradecimiento a aquel buen médico y mejor persona que descansaba bajo una lápida en la que la acción del viento y la lluvia hacía casi indescifrable su nombre, apellidos y números marcando unas fechas.
Todos permanecimos en silencio mirando el panteón bajo un cielo que amenazaba lluvia inminente. Probablemente en la mente de cada uno estaba anclado el recuerdo de un amigo o un familiar al que atendió don Sabino con cariño y dedicación; hubo incluso alguna lágrima que rodó por el rostro de personas enternecidas por la falta de aquel hombre que seguían echando de menos. Al cabo de un rato el grupo se dispersó y hubo que cerrar el camposanto a toda prisa porque ya caían gruesas gotas precursoras del agua torrencial que llegaría después.
Nos guarecimos en los pocos coches que había y esperamos a que escampara; después, nos llegamos hasta el pueblo para ver la placa que descubrió don Emilio con orgullo; unas palabras sencillas, pero emotivas, acompañaron su discurso. Habían organizado un refrigerio y aprovechamos para ponernos al día todos los forasteros y para hablar con los vecinos del pueblo antes de emprender cada uno un camino que nos llevaría lejos de allí, pero todos con el recuerdo de aquel lugar que fue donde vivimos una infancia con carencias, pero plena y dichosa, con el ejemplo de los hombres y mujeres de aquella dura tierra.
Aunque no comulgo con estas costumbres, casi por compromiso tuve que visitar el cementerio y, como era un hábito adquirido en el pueblo, llevé un ramo de flores para poner sobre la tumba de aquel hombre bueno que fue el médico que tanto y tan bien comprendió a sus habitantes. Era, sobre todo, alguien que sabía escuchar las dolencias de cada cual cuando los visitaba en casa, les tomaba la mano, conocía a cada paciente, charlaba con ellos, les medía las constantes y, con un trato personal exquisito, suplía las carencias médicas en aquel lugar apartado de la modernidad y perdido de la mano de Dios.
Ahora las cosas han cambiado, ha llegado la tecnología a cada rincón del país y todos estamos conectados; sin embargo, hace cincuenta años, en la época en que don Sabino ejercía su labor médica, en aquel remoto lugar no existía un consultorio, las medicinas tardaban en llegar desde la capital (con mayor dificultad, cuando el pueblo se quedaba aislado por la nieve), no disponía de más ayuda que el practicante y las patologías que diagnosticaba, así como el tratamiento, eran dispensados en casa y con recursos limitados, porque tampoco había un coche que llevara a los enfermos al hospital.
La gente de entonces era recia, dura, con un concepto muy natural de la vida y la muerte; y si la enfermedad llegaba, se mentalizaban para un final que asumían con total llaneza. Don Sabino visitaba a diario, casa por casa a quienes precisaban de su asistencia; conocía a todo el mundo y era recibido como un amigo más; eso sí, con el respeto y la reverencia que por aquel entonces disfrutaban las fuerzas vivas de cualquier localidad. Aquellas visitas eran acogidas por los lugareños como la más eficaz medicina; le invitaban a merendar, a compartir las pocas viandas que tenían e incluso muchos le pagaban con una gallina, unos chorizos o un saco de harina.
Don Sabino ejerció su profesión hasta una edad tan avanzada que ya era él quien precisaba que le atendieran. Nadie quería suplirle como médico en aquel paraje tan remoto, sin más ayuda que una voluntad férrea y un amor absoluto por la profesión, que abarcaba desde alumbrar un parto, hasta tratar un cáncer; además de una obligada visita a los enfermos, daba igual si ardía el sol o si la nevada hacía el camino impracticable.
Tras su muerte, el pueblo se quedó sin asistencia médica durante unos meses hasta que, por fin, llegó un hombre joven para sustituir al anterior. Venía cargado con un montón de ideas nuevas pero, tras conocer a sus pacientes, decidió continuar con la atención de su predecesor: visitas, consejos, escucha, cercanía… y se dio cuenta de que estas herramientas resultaban más prácticas y útiles que las medicinas que recetaba. Este hombre, al que todos llamaban don Emilio, a pesar de su resistencia al tratamiento, construyó una pequeña farmacia-consultorio que aprovisionó de suficientes medicamentos como para no pasar necesidad en los largos y duros inviernos. También gestionó que el coche de un pueblo cercano se comprometiera a acudir cuando algún enfermo precisara ingresar en el hospital y, de ese modo, logrando mejoras para aquel pequeño lugar, empezó a hacerse un hueco entre los vecinos que le incorporaron a sus vidas con el mismo cariño que habían profesado al médico anterior.
Llegué una mañana de otoño, acudiendo a una llamada que habían hecho los vecinos a todos los que habíamos abandonado el pueblo, porque iban a hacer un homenaje a don Sabino. Se rezaría un responso en el cementerio, y luego descubrirían una placa en el actual consultorio médico.
El frio asomaba entre los riscos de aquel páramo solitario que llevaba años sin visitar porque los jóvenes, en cuanto podían, huían de allí para buscarse un futuro mejor. Caminé por las cuatro calles y casi no percibí a nadie, aunque me sabía observada tras las ventanas. Los pocos vecinos que continuaban viviendo en aquel lugar eran todos mayores; sin embargo, surgiendo de la nada apareció de pronto un grupo de personas; algunos eran viejos amigos que, acercándose a mí, me abrazaron a modo de saludo y todos juntos fuimos al cementerio para iniciar los actos de homenaje. Llevaba el ramo de flores conmigo y pude ver que no era la única. El panteón se llenó de flores de agradecimiento a aquel buen médico y mejor persona que descansaba bajo una lápida en la que la acción del viento y la lluvia hacía casi indescifrable su nombre, apellidos y números marcando unas fechas.
Todos permanecimos en silencio mirando el panteón bajo un cielo que amenazaba lluvia inminente. Probablemente en la mente de cada uno estaba anclado el recuerdo de un amigo o un familiar al que atendió don Sabino con cariño y dedicación; hubo incluso alguna lágrima que rodó por el rostro de personas enternecidas por la falta de aquel hombre que seguían echando de menos. Al cabo de un rato el grupo se dispersó y hubo que cerrar el camposanto a toda prisa porque ya caían gruesas gotas precursoras del agua torrencial que llegaría después.
Nos guarecimos en los pocos coches que había y esperamos a que escampara; después, nos llegamos hasta el pueblo para ver la placa que descubrió don Emilio con orgullo; unas palabras sencillas, pero emotivas, acompañaron su discurso. Habían organizado un refrigerio y aprovechamos para ponernos al día todos los forasteros y para hablar con los vecinos del pueblo antes de emprender cada uno un camino que nos llevaría lejos de allí, pero todos con el recuerdo de aquel lugar que fue donde vivimos una infancia con carencias, pero plena y dichosa, con el ejemplo de los hombres y mujeres de aquella dura tierra.
Normas de participación
Esta es la opinión de los lectores, no la de este medio.
Nos reservamos el derecho a eliminar los comentarios inapropiados.
La participación implica que ha leído y acepta las Normas de Participación y Política de Privacidad
Normas de Participación
Política de privacidad
Por seguridad guardamos tu IP
216.73.216.149