
COSAS DE DE LA BIEN CERCADA
El Duero, el río de la vida, del olvido, el río Leteo
Eugenio-Jesús de Ávila
Ha tiempo que no bajo a contarle al Duero mis cuitas ni a debatir con él sobre su ciudad, la del alma, la que ha ido esculpiendo con el cincel de su caudal. No me he olvidado de su amistad, ni de su olor de varón fluvial, ni de los saltos de sus carpas, ni de los trinos de tantas avecillas que se pasan el día cotilleando en los árboles de sus márgenes. Sé que el Duero es nuestra columna vertebral, el río que nos mantiene en pie, del que presumimos, el que nos acaricia con sus nieblas, el que nos recuerda amores que se diluyeron entre sus aguas, que buscaron tierras lusas para captar la ucronía erótica, la pasión que fue y dejó de ser. El río Duradero es el río de nuestra vida, de la ciudad pretérita, de la ciudad del olvido, como si él se hubiese convertido en el río Lete, uno de los ríos del Hades.
No he vuelto a saber nada de él, solo por las magníficas fotografías de Onís y Esteban Pedrosa. Ahora bien, intuyo que se sentirá satisfecho, aunque no del todo, al contemplar cómo a su viejo amigo, el Puente Románico, le han hecho un lifting en sus mejillas. Pero seguirá llorando lágrimas secas por aquellas sus dos torres, destruidas en el infausto 1905, durante la Restauración Borbónica, cuando los politicastros decidieron abrir Zamora al futuro rompiendo los eslabones que la unían a tiempos pretéritos, como iglesias, murallas y puertas de entrada en la ciudad y todo patrimonio monumental que, en sus consideraciones, agraviase el progreso de la Bien Cercada.
Y sé que yo me iré y seguirá el viaducto sin sus torres y el río lamentándose por sus amigas de piedra. Quizá el Duero mantenga la esperanza de que un día la burocracia política desaparezca y se imponga el arte, la razón y la sensibilidad en la res pública para legislar conforme a los deseos de las gentes. Porque hay otra Zamora que está ahí, que duerme enterrada, de la que solo quedan sus cimientos sobre los que se levantaron edificaciones modernas y plazas feas. Recobrar los pretiles, sus pectorales, medievales, lo entiendo como un golpe de delicadeza sobre la mesa de nuestra historia perdida. Y así loaré que nuestras murallas vuelvan a presumir de invencibles cuando el Ministerio de Cultura se digne a restaurarlas, a limpiarlas de los daños del tiempo.
Francisco Guarido, un regidor que quedará en la memoria de todos, de gentes de izquierdas y derechas, debido a su querencia por restaurar el patrimonio monumental de la ciudad del alma, nos ha querido legar un puente más cercado a lo que fue y dejó de ser aquel año, 1905, funesto para nuestra arquitectura civil. Y estoy seguro que, cuando vuelva a hablar con el Duero me abrazará satisfecho porque su íntimo amigo se parece más al que conoció hace unos cuantos siglos cuando pasaba por la Ciudad del Romancero hablando solo que, como escribió Antonio Machado, parece conducta íntima de los que esperan hablar con Dios un día.
Eugenio-Jesús de Ávila
Ha tiempo que no bajo a contarle al Duero mis cuitas ni a debatir con él sobre su ciudad, la del alma, la que ha ido esculpiendo con el cincel de su caudal. No me he olvidado de su amistad, ni de su olor de varón fluvial, ni de los saltos de sus carpas, ni de los trinos de tantas avecillas que se pasan el día cotilleando en los árboles de sus márgenes. Sé que el Duero es nuestra columna vertebral, el río que nos mantiene en pie, del que presumimos, el que nos acaricia con sus nieblas, el que nos recuerda amores que se diluyeron entre sus aguas, que buscaron tierras lusas para captar la ucronía erótica, la pasión que fue y dejó de ser. El río Duradero es el río de nuestra vida, de la ciudad pretérita, de la ciudad del olvido, como si él se hubiese convertido en el río Lete, uno de los ríos del Hades.
No he vuelto a saber nada de él, solo por las magníficas fotografías de Onís y Esteban Pedrosa. Ahora bien, intuyo que se sentirá satisfecho, aunque no del todo, al contemplar cómo a su viejo amigo, el Puente Románico, le han hecho un lifting en sus mejillas. Pero seguirá llorando lágrimas secas por aquellas sus dos torres, destruidas en el infausto 1905, durante la Restauración Borbónica, cuando los politicastros decidieron abrir Zamora al futuro rompiendo los eslabones que la unían a tiempos pretéritos, como iglesias, murallas y puertas de entrada en la ciudad y todo patrimonio monumental que, en sus consideraciones, agraviase el progreso de la Bien Cercada.
Y sé que yo me iré y seguirá el viaducto sin sus torres y el río lamentándose por sus amigas de piedra. Quizá el Duero mantenga la esperanza de que un día la burocracia política desaparezca y se imponga el arte, la razón y la sensibilidad en la res pública para legislar conforme a los deseos de las gentes. Porque hay otra Zamora que está ahí, que duerme enterrada, de la que solo quedan sus cimientos sobre los que se levantaron edificaciones modernas y plazas feas. Recobrar los pretiles, sus pectorales, medievales, lo entiendo como un golpe de delicadeza sobre la mesa de nuestra historia perdida. Y así loaré que nuestras murallas vuelvan a presumir de invencibles cuando el Ministerio de Cultura se digne a restaurarlas, a limpiarlas de los daños del tiempo.
Francisco Guarido, un regidor que quedará en la memoria de todos, de gentes de izquierdas y derechas, debido a su querencia por restaurar el patrimonio monumental de la ciudad del alma, nos ha querido legar un puente más cercado a lo que fue y dejó de ser aquel año, 1905, funesto para nuestra arquitectura civil. Y estoy seguro que, cuando vuelva a hablar con el Duero me abrazará satisfecho porque su íntimo amigo se parece más al que conoció hace unos cuantos siglos cuando pasaba por la Ciudad del Romancero hablando solo que, como escribió Antonio Machado, parece conducta íntima de los que esperan hablar con Dios un día.
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