Mª Soledad Martín Turiño
Lunes, 24 de Febrero de 2025
ZAMORANA

El Jardín

Mª Soledad Martín Turiño

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Necesitaba un lugar donde escribir aquel libro con el que había soñado desde siempre; lo tenía en la cabeza y solo tenían que fluir las ideas en el papel, pero habían transcurrido varios años sin poder dedicarle tiempo, porque el trabajo era su absoluta prioridad; así que ahora que disponía del tan anhelado ocio, decidió buscar un lugar solitario, donde no fuera molestado, para que le sirviera de inspiración y pudiera desarrollar su creatividad sin que nadie le perturbara. Le costó varios días de indagación, hasta que dio con una casona, alejada de la ciudad y, por tanto, de las tentaciones que implicaba salir con amigos, cenas, teatro, ir al cine… Se había propuesto que todo eso quedaría atrás y se centraría únicamente en el libro.

 

La primera vez que visitó la casa se sorprendió gratamente; era un lugar muy amplio, con varias estancias, acogedora, bien amueblada, cómoda tanto para invierno como para verano; sin embargo, lo que causó una inesperada sorpresa fue comprobar que la casa disponía de un enorme jardín que la circundaba con alargados cipreses. Estaba dispuesto por bancales en tres alturas: la baja, que correspondía a la entrada de la casa desde la calle, tenía una parte sembrada de plantas coníferas enanas, donde habitaban enebros, abetos, cipreses japoneses, tuyas…; mientras que la otra estaba tapizada de un césped cuyo suelo servía de base para varias esculturas vanguardistas.

 

Al segundo nivel se accedía por una escalera rematada por un arco metálico de hojas de hiedra que llevaba a una zona más íntima, una gran extensión de césped con una mesa de piedra en un recodo, varias sillas y tumbonas con vistas a una pared frontal donde crecían rosales de diferentes clases y colores, además de jazmineros y buganvillas que competían en belleza y frondosidad. Esta parte del jardín era perfecta para inspirarse mientras se absorbía una fragancia que penetraba los sentidos, suave sin ser dulzona; sutil pero no intensa.

 

Esta zona representaba un remanso de paz, y aquí se sentaba el escritor durante todo el día, aunque a primera hora de la mañana y al atardecer eran dos momentos especiales: la pluma tenia vida propia, llegaban las ideas sin alboroto, perfectamente ordenadas; solo de vez en cuando debía investigar buceando en diferentes fuentes para que cada detalle de su libro fuera fiel reflejo de la realidad de aquella España de posguerra que narraba con la precisión de un cirujano, y que le había dejado una herida tan profunda desde niño con la muerte de su padre y su tío, a los que delataron por no ser afines al régimen, cuando solo pretendían sobrevivir, como todos, en un país dividido en dos bandos que causó tantas y tan inútiles muertes.

 

En las últimas horas del día, cuando ya escaseaba la luz y se encendían los faroles, dejaba la escritura y sonreía con satisfacción porque sentía que, a medida que avanzaba en la narración de los hechos, se iba desprendiendo de aquel odio acumulado a lo largo de los años, de aquel resquemor hacia todo el mundo con el que había convivido desde su infancia.

 

Las flores desprendían un aroma embriagador, y la temperatura era perfecta para darse un baño. Subía despacio los cinco o seis escalones coronados por otro arco de hojas y llegaba hasta un nuevo espacio dominado por una enorme piscina donde se zambullía desnudo nadando varios largos; después, mientras su cuerpo se secaba, se tumbaba un rato admirando las luces indirectas que enfocaban las columnas, las esculturas y los bustos romanos que la rodeaban.

 

Cada uno de los tres bancales constituía un paraíso especial, su cuidada y profusa ornamentación, las luces que iluminaban discretamente cada espacio, las fuentes acopladas a determinadas paredes que relajaban con el sonido del agua, los pájaros que convivían sin molestar o el cielo nocturno plagado de estrellas formaban un paraíso para disfrute de aquel hombre cuyo ánimo se calmaba de manera especial en aquel jardín único.

 

Era tal la ansiedad por empezar el trabajo, que cada mañana se levantaba y le servían el desayuno fuera de casa, en la enorme mesa de piedra que era también su escritorio. Apenas pisaba el interior, tan solo para dormir; tampoco anhelaba otras distracciones que no fueran el gozar de aquel lugar y de trabajar en su libro de la mañana a la noche… y así iban pasando las semanas, sin ver a nadie que no fuera la asistenta que le atendía como una sombra, sin que percibiera su presencia.

 

Al cabo de mes y medio de voluntaria reclusión, decidió arreglarse y bajar al pueblo. Departió con los paisanos mientras tomaba un café tras otro, luego dio un largo paseo por aquellas desconocidas calles y fue caminando hasta la casa que había alquilado. El jardín era su mayor gozo y en aquella época del año lucía en todo su esplendor. Ahora conocía perfectamente como crecía cada árbol; a veces cortaba un ramo de rosas y lo ponía en un jarrón junto a su mesa para disfrutar de su cercano aroma; en otras ocasiones, quitaba las hojas secas y fotografiaba para no olvidar cada esqueje, cada pequeño nacimiento, cada recodo de aquel lugar donde había sido tan feliz.

 

El tiempo de alquiler llegaba a su fin y el libro estaba terminado; se resistía a abandonar aquel jardín que le había proporcionado la paz que tanto había ansiado. El día en que dejó la casona, le esperaba una nota que nunca hubiera esperado leer: “Ojalá el tiempo que ha pasado aquí haya sido feliz. Mi padre delató al suyo para sobrevivir. Todos hemos sufrido mucho. Construí este jardín pensando que le debíamos un poco de la felicidad que perdió desde niño. ¡Espero que lo hayamos conseguido!

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