EL BECARIO TARDIO
Como los huracanes
Esteban Pedrosa
Cuando mozalbetes, grabábamos un nombre de mujer en un árbol, eternos de promesas y bachilleres de aquella gramática, siendo después el tiempo -ese impostor de realidades- el que borraba las cuneiformes letras, y volver a las caligrafías arbóreas era cuestión de una nueva conquista, una nueva pasión que nos volvía a hacer sentir poetas,
¡Cuánto verso encendido e incendiario! ¡Cuánto nombre nombrado para los que tanto repetimos!
Nombres de mujer que, en algunos casos, apenas grabados quedaron en el olvido o fueron escritos en un árbol que al día siguiente tiró el viento, cuando no hendido por un rayo, como en el poema de Antonio Machado, aunque quede en pie el árbol que, hoy día, sigues visitando… Alguna vez, el nombre fue escrito en una playa o en el agua -como diría Keats- y ya sabemos que en el agua no se puede escribir, aunque escribamos con el alma.
Nombres de niñas entonces, las futuras mujeres que, pasado un tiempo, no supiste ver al pasar a su lado o fue alguna de ellas la que te esquivó la mirada, agarrada ya a otra mano. A alguna ya no reconociste, pese al suspiro de ella al llegar a tu altura o fue ella quien no te reconoció y no vio tu lágrima…
Con el tiempo, fue el nombre de un perro, garabateado en un árbol, próximo a la cima del Puerto de los Leones, donde quedó su última morada tras una vida que tengo por feliz, ya que, entre otras cosas, ese fue mi empeño. Aquel árbol fue para tener localizadas las visitas, hasta que el entorno fue borrando la pista, pero quedó la huella de una amistad y un amor que siguen caminando en el tiempo.
No se podía, en aquellos primeros tiempos, perder la fe, esa certeza en unos ojos, unos labios, un cabello, un gesto particular que nunca antes habías visto y que entoñaba otros gestos, otros cabellos, otros labios, otros ojos, porque venía, con una tempestad de pasión, a barrer la monotonía del otoño que se iba, dando paso a una nueva primavera, que volvía a tener otro nombre de mujer, como los huracanes.
Cuando mozalbetes, grabábamos un nombre de mujer en un árbol, eternos de promesas y bachilleres de aquella gramática, siendo después el tiempo -ese impostor de realidades- el que borraba las cuneiformes letras, y volver a las caligrafías arbóreas era cuestión de una nueva conquista, una nueva pasión que nos volvía a hacer sentir poetas,
¡Cuánto verso encendido e incendiario! ¡Cuánto nombre nombrado para los que tanto repetimos!
Nombres de mujer que, en algunos casos, apenas grabados quedaron en el olvido o fueron escritos en un árbol que al día siguiente tiró el viento, cuando no hendido por un rayo, como en el poema de Antonio Machado, aunque quede en pie el árbol que, hoy día, sigues visitando… Alguna vez, el nombre fue escrito en una playa o en el agua -como diría Keats- y ya sabemos que en el agua no se puede escribir, aunque escribamos con el alma.
Nombres de niñas entonces, las futuras mujeres que, pasado un tiempo, no supiste ver al pasar a su lado o fue alguna de ellas la que te esquivó la mirada, agarrada ya a otra mano. A alguna ya no reconociste, pese al suspiro de ella al llegar a tu altura o fue ella quien no te reconoció y no vio tu lágrima…
Con el tiempo, fue el nombre de un perro, garabateado en un árbol, próximo a la cima del Puerto de los Leones, donde quedó su última morada tras una vida que tengo por feliz, ya que, entre otras cosas, ese fue mi empeño. Aquel árbol fue para tener localizadas las visitas, hasta que el entorno fue borrando la pista, pero quedó la huella de una amistad y un amor que siguen caminando en el tiempo.
No se podía, en aquellos primeros tiempos, perder la fe, esa certeza en unos ojos, unos labios, un cabello, un gesto particular que nunca antes habías visto y que entoñaba otros gestos, otros cabellos, otros labios, otros ojos, porque venía, con una tempestad de pasión, a barrer la monotonía del otoño que se iba, dando paso a una nueva primavera, que volvía a tener otro nombre de mujer, como los huracanes.




















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