ZAMORANA
El dolor de mi amigo
Mª Soledad Martín Turiño
![[Img #97190]](https://eldiadezamora.es/upload/images/03_2025/4785_812_marisol-web.jpg)
Me he encontrado por casualidad con un buen amigo a quien llevaba tiempo sin ver; venía caminando en dirección opuesta, cabizbajo y ensimismado, y he sido yo quien le he abordado. Nos hemos dado un abrazo sincero, demostración del profundo cariño que nos profesamos desde hace tiempo. Cuando estábamos frente a frente he comprobado un inusual deterioro en su rostro: ajado, surcado de profundas arrugas, los ojos hundidos y empequeñecidos, la mirada profundamente triste…
Al ponernos al día me comenta que su madre falleció hace nueve días y entonces entiendo lo quebrantado de su aspecto. Me explica que la muerte fue inesperada y le ha dejado un hondo dolor, máxime cuando nadie hacía presagiar tal desenlace. Con la cortesía que le caracteriza, pregunta por mí, la salud de los míos, y me urge a vernos para tomar ese café eterno que siempre prometemos y nunca se hace realidad.
Tras unos momentos de charla, en mitad de la calle, nos despedimos con otro abrazo, más sentido si cabe, con la firme intención de vernos en breve. Cada uno sigue su camino pero, de pronto, me vuelvo y le veo alejarse con andares cansinos, decaído y profundamente triste. Parece que le hubieran echado veinte años encima y, por un momento, me veo en una situación parecida años atrás, y comprendo su enorme dolor.
Se nos van los padres dejando tras de sí una huella especial, un silencio eterno, un desamparo perenne; nos quedamos sin referentes, sin espejo donde mirarnos, sin la mano amiga que conforta, ni la seguridad de que nuestros actos siempre serán comprendidos y apoyados, pese a que no los compartan. El dolor por la pérdida de los padres es el más amargo, el que deja ese vacío irrecuperable en el alma que nunca se cierra.
A veces me parece mentira esa orfandad que siento y, en ocasiones, incluso me resisto a creer que haya ocurrido; pienso que mis padres siguen presentes y ha sido una pesadilla horrible la que los ha apartado de mi lado; luego, caigo en la cuenta de su ausencia y ese es el momento más angustioso. Intento paliarlo con distracciones banales para no ser presa del dolor que me causa y lamento que mi amigo esté pasando por este mismo tormento.
Por fortuna, el tiempo asienta los sentimientos y todo se va asumiendo mejor con el transcurrir de los días. Las lágrimas se secan, o quizás ya no brotan de tanto como se ha llorado, esa punzada perenne de dolor en el corazón se va aliviando y, con sana intención, empezamos a recordar buenos momentos en los que incluso esbozamos una sonrisa, aunque como expresaba Gabriela Mistral: “Hay sonrisas que no son de felicidad, sino una manera de llorar con bondad.”
![[Img #97190]](https://eldiadezamora.es/upload/images/03_2025/4785_812_marisol-web.jpg)
Me he encontrado por casualidad con un buen amigo a quien llevaba tiempo sin ver; venía caminando en dirección opuesta, cabizbajo y ensimismado, y he sido yo quien le he abordado. Nos hemos dado un abrazo sincero, demostración del profundo cariño que nos profesamos desde hace tiempo. Cuando estábamos frente a frente he comprobado un inusual deterioro en su rostro: ajado, surcado de profundas arrugas, los ojos hundidos y empequeñecidos, la mirada profundamente triste…
Al ponernos al día me comenta que su madre falleció hace nueve días y entonces entiendo lo quebrantado de su aspecto. Me explica que la muerte fue inesperada y le ha dejado un hondo dolor, máxime cuando nadie hacía presagiar tal desenlace. Con la cortesía que le caracteriza, pregunta por mí, la salud de los míos, y me urge a vernos para tomar ese café eterno que siempre prometemos y nunca se hace realidad.
Tras unos momentos de charla, en mitad de la calle, nos despedimos con otro abrazo, más sentido si cabe, con la firme intención de vernos en breve. Cada uno sigue su camino pero, de pronto, me vuelvo y le veo alejarse con andares cansinos, decaído y profundamente triste. Parece que le hubieran echado veinte años encima y, por un momento, me veo en una situación parecida años atrás, y comprendo su enorme dolor.
Se nos van los padres dejando tras de sí una huella especial, un silencio eterno, un desamparo perenne; nos quedamos sin referentes, sin espejo donde mirarnos, sin la mano amiga que conforta, ni la seguridad de que nuestros actos siempre serán comprendidos y apoyados, pese a que no los compartan. El dolor por la pérdida de los padres es el más amargo, el que deja ese vacío irrecuperable en el alma que nunca se cierra.
A veces me parece mentira esa orfandad que siento y, en ocasiones, incluso me resisto a creer que haya ocurrido; pienso que mis padres siguen presentes y ha sido una pesadilla horrible la que los ha apartado de mi lado; luego, caigo en la cuenta de su ausencia y ese es el momento más angustioso. Intento paliarlo con distracciones banales para no ser presa del dolor que me causa y lamento que mi amigo esté pasando por este mismo tormento.
Por fortuna, el tiempo asienta los sentimientos y todo se va asumiendo mejor con el transcurrir de los días. Las lágrimas se secan, o quizás ya no brotan de tanto como se ha llorado, esa punzada perenne de dolor en el corazón se va aliviando y, con sana intención, empezamos a recordar buenos momentos en los que incluso esbozamos una sonrisa, aunque como expresaba Gabriela Mistral: “Hay sonrisas que no son de felicidad, sino una manera de llorar con bondad.”




















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