
COSAS MÍAS
Zamora, una margarita verdirroja
La margarita es una flor muy sencilla, con sus hojitas blancas que circundan una corola amarilla, como si se tratara de una metáfora de nuestra ciudad. Durante estos días de eufórica y vanidosa primavera, los jardines que rodean el flanco occidental de las murallas, a la altura de las vegas, los han tomado estas florecillas vaticanistas como si les gustase escuchar en primera fila los trinos de los pajarillos.
Zamora es una margarita románica, humilde, pues; sin perfumes ni aromas como las rosas y los claveles. Tampoco envidia a estas flores de jardines, porque ella va por libre y prefiere nacer y crecer donde le apetece. No concita el fervor y el verso del poeta, pero le encanta que su cabeza se eleve sobre el verde lecho de la hierba, para lucir su cabellera blanca y amarilla.
La margarita y todas sus hermanas no han querido, o sabido, vender sus colores, ni su apocada belleza quizá por timidez, por modestia. Los zamoranos, como si temiéramos que se rieran de nosotros, tampoco presumimos de nuestra ciudad, como si nos diera vergüenza esta decadencia económica, ese envejecimiento galopante, esa huida de los jóvenes más preparados, tanto que, a no tardar, nuestra Zamora destacará más como una gran residencia de la tercera edad que como la ciudad el Románico.
Porque, a decir verdad, sin chauvinismo zamorano, la geografía zamorana es como una España reducida a 10.500 km2, una España liliputiense: sierras como las de la Culebra a la postura del sol, que contrasta con la anchas llanuras de la Tierra de Campos, con su lagunas de Villafáfila; las lindas tierras sayaguesas y alistanas, separadas por el Duero, pero unidas por sus campos frescos y sus estrofas de silencio y agua; la verde y montañosa Sanabria, un paraíso en la tierra; los valles del norte de la provincia, donde los ríos leoneses y sanabreses se miran a los ojos, se acarician y abrazan para buscar después al padre de todos los caudales, el Duero, que tan grande se hace con sus afluentes poco antes de hacerse luso, tierra hermana donde residen nuestros amados lusos; Toro, con su arte retenido por la historia, la Guareña, colocada en una esquina, taurina y fuerte, modesta, pero altiva; la Tierra del Vino que lo da todo sin pedir nada. Sí, Zamora es una España en formato pequeño. Y nosotros, margaritas verdirrojas, leoneses sin saberlo, guardamos silencio cuando tendríamos que hablar de nuestra Zamora, nos hemos dejado robar desde nuestra historia a nuestra energía, nuestro futuro, la ilusión y los sueños que se sueñan despierto.
Se ha escrito y vocalizado que conocer es amar. Invito, por tanto, a conocer nuestra Zamora para amarla. Seamos patriotas, nunca nacionalistas. Presumamos de lo que la naturaleza y la historia nos otorgó, nunca nos creamos superiores a nadie. Seamos, pues, como las margaritas, discretos, pero elegantes; ingenuos, pero no cándidos; zamoranos, pero también leoneses y españoles. Quizá en la próxima primavera contemplemos margaritas con los colores de nuestra seña bermeja en sus hojas y corolas.
Eugenio-Jesús de Ávila
La margarita es una flor muy sencilla, con sus hojitas blancas que circundan una corola amarilla, como si se tratara de una metáfora de nuestra ciudad. Durante estos días de eufórica y vanidosa primavera, los jardines que rodean el flanco occidental de las murallas, a la altura de las vegas, los han tomado estas florecillas vaticanistas como si les gustase escuchar en primera fila los trinos de los pajarillos.
Zamora es una margarita románica, humilde, pues; sin perfumes ni aromas como las rosas y los claveles. Tampoco envidia a estas flores de jardines, porque ella va por libre y prefiere nacer y crecer donde le apetece. No concita el fervor y el verso del poeta, pero le encanta que su cabeza se eleve sobre el verde lecho de la hierba, para lucir su cabellera blanca y amarilla.
La margarita y todas sus hermanas no han querido, o sabido, vender sus colores, ni su apocada belleza quizá por timidez, por modestia. Los zamoranos, como si temiéramos que se rieran de nosotros, tampoco presumimos de nuestra ciudad, como si nos diera vergüenza esta decadencia económica, ese envejecimiento galopante, esa huida de los jóvenes más preparados, tanto que, a no tardar, nuestra Zamora destacará más como una gran residencia de la tercera edad que como la ciudad el Románico.
Porque, a decir verdad, sin chauvinismo zamorano, la geografía zamorana es como una España reducida a 10.500 km2, una España liliputiense: sierras como las de la Culebra a la postura del sol, que contrasta con la anchas llanuras de la Tierra de Campos, con su lagunas de Villafáfila; las lindas tierras sayaguesas y alistanas, separadas por el Duero, pero unidas por sus campos frescos y sus estrofas de silencio y agua; la verde y montañosa Sanabria, un paraíso en la tierra; los valles del norte de la provincia, donde los ríos leoneses y sanabreses se miran a los ojos, se acarician y abrazan para buscar después al padre de todos los caudales, el Duero, que tan grande se hace con sus afluentes poco antes de hacerse luso, tierra hermana donde residen nuestros amados lusos; Toro, con su arte retenido por la historia, la Guareña, colocada en una esquina, taurina y fuerte, modesta, pero altiva; la Tierra del Vino que lo da todo sin pedir nada. Sí, Zamora es una España en formato pequeño. Y nosotros, margaritas verdirrojas, leoneses sin saberlo, guardamos silencio cuando tendríamos que hablar de nuestra Zamora, nos hemos dejado robar desde nuestra historia a nuestra energía, nuestro futuro, la ilusión y los sueños que se sueñan despierto.
Se ha escrito y vocalizado que conocer es amar. Invito, por tanto, a conocer nuestra Zamora para amarla. Seamos patriotas, nunca nacionalistas. Presumamos de lo que la naturaleza y la historia nos otorgó, nunca nos creamos superiores a nadie. Seamos, pues, como las margaritas, discretos, pero elegantes; ingenuos, pero no cándidos; zamoranos, pero también leoneses y españoles. Quizá en la próxima primavera contemplemos margaritas con los colores de nuestra seña bermeja en sus hojas y corolas.
Eugenio-Jesús de Ávila
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