ZAMORANA
Cosas de viejos
Mª Soledad Martín Turiño
![[Img #97812]](https://eldiadezamora.es/upload/images/04_2025/2014_9253_3789_marisol-web.jpg)
“Cosas de viejos”, suele decir una conocida que saca a pasear a su madre dos días a la semana de la residencia donde está internada; empuja la silla de ruedas y se encamina a un parque cercano donde la madre se renueva y todo le llama la atención, desde los niños que colonizan el parque infantil, hasta los mayores que se distraen jugando al baloncesto, con gente que les anima desde fuera de la pista.
La abuela no sabe dónde mirar porque todo le gusta. De pronto inicia una indescifrable perorata apenas audible. Yo, que suelo acudir a ese parque para disfrutar de la tibieza de la tarde leyendo un libro y no me gusta compartir mi banco con extraños con quienes uno se ve inevitablemente obligado a cruzar unas frases, al principio solo contestaba al saludo y seguía con mi lectura, pero la hija se aburría y, al cabo de un momento continuaba:
- “¿No le importa que compartamos el banco? Es que mi madre desde aquí tiene una vista de todo el parque”.
- “No, no tranquila. Es un placer”.
Seguía con mi libro, pero ya no podía concentrarme. Al poco rato, otro comentario:
- “Ha salido un día bonito, ¿verdad?”
- “Hay que ver cómo están brotando los árboles. Se nota de día en día”.
A esas alturas, cerraba mi libro con resignación y contestaba vagamente al principio, pero después me interesaba por la madre, que veía ilusionada como una niña con la actividad que se producía en aquel recinto. Como estaba hablando en voz baja, le pregunté a la hija qué decía y ella siempre respondía:
- “Nada. Cosas de viejos. En la residencia no dice una palabra, pero cuando la saco de paseo, no para de hablar”.
Así, poco a poco, la hija me fue contando la historia de su madre. Había sido una mujer muy adelantada a su tiempo, con un buen trabajo, amigas, viajes…, pero llegó a una edad muy avanzada y ella ya no podía cuidarla porque ambas vivían lejos; así que la ingresó en la residencia y la visitaba los días que libraba en la oficina.
Al principio lo llevaba bien, pero su madre había cumplido cien años y no tenía enfermedad física alguna, solo que la cabeza no le funcionaba, y para la hija ahora se había convertido en una carga. Ella tenía su propia familia de la que ocuparse y ni siquiera podía conectar con su madre que vivía ya en otra dimensión.
- “¡Qué pena llegar a esta situación!”, se me ocurrió verbalizar un día, antes
de ser consciente de mi falta de tacto; pero la hija no se inmutó.
- “No, qué va. Ella no siente nada. Está bien atendida y cuando la traigo al parque disfruta mucho; aunque es verdad que algunas veces, al dejarla en la residencia, me mira de un modo extraño, fijamente y con tristeza…, pero bueno “¡son cosas de viejos!”.
![[Img #97812]](https://eldiadezamora.es/upload/images/04_2025/2014_9253_3789_marisol-web.jpg)
“Cosas de viejos”, suele decir una conocida que saca a pasear a su madre dos días a la semana de la residencia donde está internada; empuja la silla de ruedas y se encamina a un parque cercano donde la madre se renueva y todo le llama la atención, desde los niños que colonizan el parque infantil, hasta los mayores que se distraen jugando al baloncesto, con gente que les anima desde fuera de la pista.
La abuela no sabe dónde mirar porque todo le gusta. De pronto inicia una indescifrable perorata apenas audible. Yo, que suelo acudir a ese parque para disfrutar de la tibieza de la tarde leyendo un libro y no me gusta compartir mi banco con extraños con quienes uno se ve inevitablemente obligado a cruzar unas frases, al principio solo contestaba al saludo y seguía con mi lectura, pero la hija se aburría y, al cabo de un momento continuaba:
- “¿No le importa que compartamos el banco? Es que mi madre desde aquí tiene una vista de todo el parque”.
- “No, no tranquila. Es un placer”.
Seguía con mi libro, pero ya no podía concentrarme. Al poco rato, otro comentario:
- “Ha salido un día bonito, ¿verdad?”
- “Hay que ver cómo están brotando los árboles. Se nota de día en día”.
A esas alturas, cerraba mi libro con resignación y contestaba vagamente al principio, pero después me interesaba por la madre, que veía ilusionada como una niña con la actividad que se producía en aquel recinto. Como estaba hablando en voz baja, le pregunté a la hija qué decía y ella siempre respondía:
- “Nada. Cosas de viejos. En la residencia no dice una palabra, pero cuando la saco de paseo, no para de hablar”.
Así, poco a poco, la hija me fue contando la historia de su madre. Había sido una mujer muy adelantada a su tiempo, con un buen trabajo, amigas, viajes…, pero llegó a una edad muy avanzada y ella ya no podía cuidarla porque ambas vivían lejos; así que la ingresó en la residencia y la visitaba los días que libraba en la oficina.
Al principio lo llevaba bien, pero su madre había cumplido cien años y no tenía enfermedad física alguna, solo que la cabeza no le funcionaba, y para la hija ahora se había convertido en una carga. Ella tenía su propia familia de la que ocuparse y ni siquiera podía conectar con su madre que vivía ya en otra dimensión.
- “¡Qué pena llegar a esta situación!”, se me ocurrió verbalizar un día, antes
de ser consciente de mi falta de tacto; pero la hija no se inmutó.
- “No, qué va. Ella no siente nada. Está bien atendida y cuando la traigo al parque disfruta mucho; aunque es verdad que algunas veces, al dejarla en la residencia, me mira de un modo extraño, fijamente y con tristeza…, pero bueno “¡son cosas de viejos!”.



















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