HABLEMOS
Rincón humilde
Otra Semana, también un año más para esta Zamora acogedora con sus calles y plazas, vividas aún a escala del hombre. Pues convecino, de empeñarte y poder sin mediar achaques de la edad, ¿acaso no vas a pie de un extremo a otro, de norte a sur o en la dirección que quieras, prescindiendo del automóvil y de buses raquíticos cuando no innecesarios? Zamora tal cual, o universo de treinta minutos. Y de nuevo, para algunos poco dados a la liturgia procesional que, queramos o no, nos pertenecerá siempre en el recuerdo hasta donde llegue, búsqueda de rutas y travesías para huir de agobios y bullicio, al presente turisteo que borra la identidad de nuestra ciudad y su conmemoración señera. En fin, euros a raudales a costa, eso sí, de religiosidad y tradición.
Aunque precisamente en el trayecto de una calle moribunda, y me refiero a la de San Andrés allá por el lateral del Seminario, el zamorano encuentra la capilla que cobija la imagen evocadora de un Cristo humilde, crucificado sin demasiada prestancia en lo artístico, pero desde su callada y cotidiana presencia mensajero auténtico, no por lo menos sino incluso por lo más, de una pasión como dolor inseparable de las tragedias que acompañan a la condición humana. Pesar que nada tiene que ver con causas, injusticias o reivindicaciones sociales, aventadas por la impostura de un sentimentalismo hipócrita, solidaridad abstracta ajena a la piedad, verdadero compartir en la relación personal el sufrimiento que a través del rostro y la mirada, quintaesencia del espíritu, refleja la desgracia como tristeza honda del vivir. En la soledad y silencio anónimo de su capilla, nuestro crucificado lo anuncia y manifiesta día a día, sin necesidad de cofrades, pompa ni túnicas, obligando entre desfile y desfile a los esquivos o por qué no descreídos a contemplar, siquiera un instante, la lacerante estampa de lo humano. Y por cierto, a quien corresponda, estos días no nos lo dejen a oscuras como suele.
Otra Semana, también un año más para esta Zamora acogedora con sus calles y plazas, vividas aún a escala del hombre. Pues convecino, de empeñarte y poder sin mediar achaques de la edad, ¿acaso no vas a pie de un extremo a otro, de norte a sur o en la dirección que quieras, prescindiendo del automóvil y de buses raquíticos cuando no innecesarios? Zamora tal cual, o universo de treinta minutos. Y de nuevo, para algunos poco dados a la liturgia procesional que, queramos o no, nos pertenecerá siempre en el recuerdo hasta donde llegue, búsqueda de rutas y travesías para huir de agobios y bullicio, al presente turisteo que borra la identidad de nuestra ciudad y su conmemoración señera. En fin, euros a raudales a costa, eso sí, de religiosidad y tradición.
Aunque precisamente en el trayecto de una calle moribunda, y me refiero a la de San Andrés allá por el lateral del Seminario, el zamorano encuentra la capilla que cobija la imagen evocadora de un Cristo humilde, crucificado sin demasiada prestancia en lo artístico, pero desde su callada y cotidiana presencia mensajero auténtico, no por lo menos sino incluso por lo más, de una pasión como dolor inseparable de las tragedias que acompañan a la condición humana. Pesar que nada tiene que ver con causas, injusticias o reivindicaciones sociales, aventadas por la impostura de un sentimentalismo hipócrita, solidaridad abstracta ajena a la piedad, verdadero compartir en la relación personal el sufrimiento que a través del rostro y la mirada, quintaesencia del espíritu, refleja la desgracia como tristeza honda del vivir. En la soledad y silencio anónimo de su capilla, nuestro crucificado lo anuncia y manifiesta día a día, sin necesidad de cofrades, pompa ni túnicas, obligando entre desfile y desfile a los esquivos o por qué no descreídos a contemplar, siquiera un instante, la lacerante estampa de lo humano. Y por cierto, a quien corresponda, estos días no nos lo dejen a oscuras como suele.





















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