Mª Soledad Martín Turiño
Sábado, 19 de Abril de 2025
ZAMORANA

El pequeño Rober

[Img #98226]Es un colegial, pequeño, perspicaz, despabilado y muy guapo; lo sabe y se aprovecha. No tendrá más de nueve o diez años, pero cada vez que me lo encuentro en el ascensor o por la calle, me mira con ojos pícaros, sabiendo que le voy a hacer la pregunta de rigor.

 

Hola Rober, ¿qué tal en el cole? ¿Sigues siendo el más inteligente de la clase?

 

A lo que responde con la frase aprendida de siempre:

 

Bien. Me gusta el cole, pero no soy el más inteligente, Juan Pablo va por delante.

 

Me fastidia ese Juan Pablo que no conozco pero que mentalmente intuyo como un pequeño empollón, un cerebrito que no tiene más aspiraciones que ser el primero de la clase; nada que ver con Rober que derrocha un encanto especial; hoy espera en el portal a su madre para que le lleve a clase de karate. Llega corriendo, sudoroso y con el chándal de deporte porque a última hora ha tenido baloncesto en su colegio. Como su madre tarda en bajar, aprovecho para entablar con él una conversación interesante. Hablamos de los deberes, de sus amigos, de los profesores que le caen bien… y, de pronto, me espeta:

 

¿Sabes qué? Me he enamorado.

 

Me sorprende y, al mismo tiempo enorgullece, que me confíe su gran secreto, así que le pregunto y se desata. Primero, comprueba que su madre no llega, mira a ambos lados para saber que nadie va a interrumpirle, y luego vuelve hacia mí sus enamorados ojos azules para confesarme que le gusta una niña de su clase, que es más alta que él y un año mayor porque repite curso; todavía no han hablado, él solo la mira e intenta colocarse a su lado en el recreo, pero ella no le hace caso.

Quiere seguir hablando, pero en ese momento, aparece la madre con el kimono de karate y un batido que Rober irá tomando camino del gimnasio. Se disculpa por haber llegado tarde y me agradece que, mientras tanto, haya acompañado a su hijo.

 

Concha, sabes que hablar con Rober es para mí siempre un placer, porque es un niño encantador.

 

Nos despedimos y veo como se alejan calle arriba. En un instante, el niño mira hacia mí y esboza una sonrisa cómplice que le devuelvo al instante. ¡Nos hemos entendido! Entonces, recuerdo aquellos diez años, tanto tiempo atrás, toda una vida que parece no tener nada que ver con la mía; y rememoro aquella sensación maravillosa del primer amor, el amor platónico de escuela o instituto, hacia un colegial o un profesor y, sin querer, sonrío pensando en la inocencia y la emoción que se daban de la mano para tener una ilusión que entonces ni siquiera sabíamos lo que era, pero que nunca después he vuelto a encontrar en este mundo donde tantas veces se ha desprestigiado esa quimera que no se materializa, ese espejismo que parece no diluirse; y todo en silencio, sin que la persona amada sepa siquiera que es objeto de esa veneración, porque como decía el gran Platón: “La mayor declaración de amor es la que no se hace”.

 

 

Mª Soledad Martín Turiño

 

 

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