IDA Y VUELTA
El último habitante de Doney
Laura Fernández Salvador
![[Img #98605]](https://eldiadezamora.es/upload/images/04_2025/3926_laura.jpg)
Los libros que más me emocionan, y, por lo tanto, los que más me gustan, son los que están ambientados en pequeños pueblos. O diría más, los libros en los que el pueblo en sí, cobra un papel importante, casi protagonista en la novela.
La semana pasada terminé Vallesordo, que, además, es de un joven zamorano que desborda talento en cada letra. Ni que decir tiene que me encantó. Pero este gusto mío ya viene de atrás. Los ingratos, El Camino, y como no, una de mis novelas favoritas de siempre, La lluvia amarilla, del gran Julio Llamazares. Esta última, que me atrapó y me enganchó por completo, narra la historia del último habitante de Ainielle, un pueblo del pirineo aragonés que se enfrenta al terrible hecho de quedarse sin gente, y Andrés, su último habitante, nos va llevando a ese lugar que ocupa.
Recuerdo como este libro me hizo imaginarme en su momento quién sería el último habitante de mi pueblo, Doney. Hasta lo comenté con familiares y amigos, e hicimos nuestras apuestas. Spoiler: mi apuesta de momento sigue teniendo posibilidades. Por desgracia, las de otros no.
Y es que los pequeños pueblos se mueren, es inevitable. Aunque nos empeñemos en que la gente regrese a ellos, o que se instale a vivir allí. Algo realmente difícil. Además, yo me atrevería a decir que algunos pueblos hasta son reacios a ello. Está muy bien visitar el pueblo, que los descendientes sigamos yendo, que honremos en cierta manera nuestra tierra y nuestros orígenes, pero cuando su último habitante muera, el pueblo morirá con él. Lo que siga, será una versión diferente y renovada de lo que fue, y mantendrá su antiguo nombre, eso sí, pero será otro.
Yo creo que a veces a los pueblos, como a las personas, hay que dejarlos morir tranquilos. Y no pasa nada. A mi hija me esfuerzo cada día en explicarle que cuando alguien muere sigue estando en nuestro recuerdo y en nuestro corazón. Y, en mi caso, con Doney no será diferente. Me imagino a su último habitante, marchándose en invierno, que en verano sería muy fácil bajarse del barco con el pueblo lleno. No sería justo. Y el día que amanezca y nadie habite allí. Y descansará en paz. Y lo recordaremos. Y lo llevaremos en nuestro corazón. Al pueblo, y a su último habitante, ese que, si gano mi apuesta, será el que más merezca esa distinción, el último habitante de Doney.
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Los libros que más me emocionan, y, por lo tanto, los que más me gustan, son los que están ambientados en pequeños pueblos. O diría más, los libros en los que el pueblo en sí, cobra un papel importante, casi protagonista en la novela.
La semana pasada terminé Vallesordo, que, además, es de un joven zamorano que desborda talento en cada letra. Ni que decir tiene que me encantó. Pero este gusto mío ya viene de atrás. Los ingratos, El Camino, y como no, una de mis novelas favoritas de siempre, La lluvia amarilla, del gran Julio Llamazares. Esta última, que me atrapó y me enganchó por completo, narra la historia del último habitante de Ainielle, un pueblo del pirineo aragonés que se enfrenta al terrible hecho de quedarse sin gente, y Andrés, su último habitante, nos va llevando a ese lugar que ocupa.
Recuerdo como este libro me hizo imaginarme en su momento quién sería el último habitante de mi pueblo, Doney. Hasta lo comenté con familiares y amigos, e hicimos nuestras apuestas. Spoiler: mi apuesta de momento sigue teniendo posibilidades. Por desgracia, las de otros no.
Y es que los pequeños pueblos se mueren, es inevitable. Aunque nos empeñemos en que la gente regrese a ellos, o que se instale a vivir allí. Algo realmente difícil. Además, yo me atrevería a decir que algunos pueblos hasta son reacios a ello. Está muy bien visitar el pueblo, que los descendientes sigamos yendo, que honremos en cierta manera nuestra tierra y nuestros orígenes, pero cuando su último habitante muera, el pueblo morirá con él. Lo que siga, será una versión diferente y renovada de lo que fue, y mantendrá su antiguo nombre, eso sí, pero será otro.
Yo creo que a veces a los pueblos, como a las personas, hay que dejarlos morir tranquilos. Y no pasa nada. A mi hija me esfuerzo cada día en explicarle que cuando alguien muere sigue estando en nuestro recuerdo y en nuestro corazón. Y, en mi caso, con Doney no será diferente. Me imagino a su último habitante, marchándose en invierno, que en verano sería muy fácil bajarse del barco con el pueblo lleno. No sería justo. Y el día que amanezca y nadie habite allí. Y descansará en paz. Y lo recordaremos. Y lo llevaremos en nuestro corazón. Al pueblo, y a su último habitante, ese que, si gano mi apuesta, será el que más merezca esa distinción, el último habitante de Doney.



















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