ZAMORANA
Ilustres palabras
Desde siempre me ha gustado observar a la gente, he sentido una curiosidad innata, probablemente heredada de mi abuelo y de mi padre, que va más allá de la mera observación; se centra también en el estudio y en la comparación de las personas y sus comportamientos; de ahí que disfrute contando historias cuyo origen es precisamente el haberme basado en hombres y mujeres, anónimos en su mayoría, que se cruzan en mi camino y me ofrecen, con comentarios o con su forma de comportarse, una narración. Luego novelo dicho testimonio, lo varío todo lo que está en mi mano para no retratar a las personas afectadas; aunque, si se trata de una denuncia social o política, no tengo inconveniente alguno en poner nombre y apellidos a las personas objeto de mi diatriba.
Hago este preámbulo porque en algún caso, contando esas historias a las que soy tan aficionada, hay quien se ha interesado por la suerte de alguno de mis personajes, o me han preguntado directamente si esa persona existe en realidad. Resulta fácil en una ciudad pequeña como es Zamora, seguir el rastro de la gente, reconocer sus calles y plazas, por eso intento ser lo suficientemente precavida para que la ciudad entera aparezca sin censura alguna, pero no así las personas que la habitan, aunque en algunas ocasiones para determinado lector avispado pueda relacionarlas con alguien conocido y perfectamente real.
Decía el escritor estadounidense Francis S. Fitzgerald que “no escribes porque quieres decir algo; escribes porque tienes algo que decir”, y a tenor de esa necesidad, encamino mis palabras para liberar un ahogo que domina poco a poco mente y espíritu encarcelándolos en un aciago secuestro del que solo encuentro la oportuna liberación espolvoreando los sentimientos en forma de vocablos.
Y es que ¡son tan ricas las palabras!. Tenemos un extenso vocabulario propio, sin necesidad de importar voces foráneas, que expresan perfectamente las emociones, los silencios, el estado de ánimo…, pero también son un arma poderosa; se puede herir con la palabra adecuada, se puede convencer o atraer al otro a nuestro terreno si tenemos el don de la elocuencia, se puede acariciar a la gente con la expresión adecuada… pero también recordando lo que han dicho grandes autores: “una palabra mal colocada estropea el más bello pensamiento” (Voltaire), se convierten en “el arma de los humanos para aproximarse unos a otros” (Ana María Matute), o “toda palabra dicha despierta una idea contraria” (Goethe); aunque yo me quedo, sin duda, con el aforismo de Cervantes: “más vale una palabra a tiempo que cien a destiempo” , porque es obvio que “muchas palabras nunca indican sabiduría” (Tales de Mileto), a pesar de que las palabras siempre se las lleva el viento.
Mª Soledad Martín Turiño
Desde siempre me ha gustado observar a la gente, he sentido una curiosidad innata, probablemente heredada de mi abuelo y de mi padre, que va más allá de la mera observación; se centra también en el estudio y en la comparación de las personas y sus comportamientos; de ahí que disfrute contando historias cuyo origen es precisamente el haberme basado en hombres y mujeres, anónimos en su mayoría, que se cruzan en mi camino y me ofrecen, con comentarios o con su forma de comportarse, una narración. Luego novelo dicho testimonio, lo varío todo lo que está en mi mano para no retratar a las personas afectadas; aunque, si se trata de una denuncia social o política, no tengo inconveniente alguno en poner nombre y apellidos a las personas objeto de mi diatriba.
Hago este preámbulo porque en algún caso, contando esas historias a las que soy tan aficionada, hay quien se ha interesado por la suerte de alguno de mis personajes, o me han preguntado directamente si esa persona existe en realidad. Resulta fácil en una ciudad pequeña como es Zamora, seguir el rastro de la gente, reconocer sus calles y plazas, por eso intento ser lo suficientemente precavida para que la ciudad entera aparezca sin censura alguna, pero no así las personas que la habitan, aunque en algunas ocasiones para determinado lector avispado pueda relacionarlas con alguien conocido y perfectamente real.
Decía el escritor estadounidense Francis S. Fitzgerald que “no escribes porque quieres decir algo; escribes porque tienes algo que decir”, y a tenor de esa necesidad, encamino mis palabras para liberar un ahogo que domina poco a poco mente y espíritu encarcelándolos en un aciago secuestro del que solo encuentro la oportuna liberación espolvoreando los sentimientos en forma de vocablos.
Y es que ¡son tan ricas las palabras!. Tenemos un extenso vocabulario propio, sin necesidad de importar voces foráneas, que expresan perfectamente las emociones, los silencios, el estado de ánimo…, pero también son un arma poderosa; se puede herir con la palabra adecuada, se puede convencer o atraer al otro a nuestro terreno si tenemos el don de la elocuencia, se puede acariciar a la gente con la expresión adecuada… pero también recordando lo que han dicho grandes autores: “una palabra mal colocada estropea el más bello pensamiento” (Voltaire), se convierten en “el arma de los humanos para aproximarse unos a otros” (Ana María Matute), o “toda palabra dicha despierta una idea contraria” (Goethe); aunque yo me quedo, sin duda, con el aforismo de Cervantes: “más vale una palabra a tiempo que cien a destiempo” , porque es obvio que “muchas palabras nunca indican sabiduría” (Tales de Mileto), a pesar de que las palabras siempre se las lleva el viento.
Mª Soledad Martín Turiño




















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