ZAMORANA
Evocando
Mª Soledad Martín Turiño
![[Img #99138]](https://eldiadezamora.es/upload/images/05_2025/7806_6846_marisol.jpg)
Me enternecieron sus ojos vidriosos, ya de un color indefinible, cuando habían reflejado el cielo y el mar con un azul fulgurante; aquellos ojos cansados que hubieron de ocultarse tras unos cristales para seguir definiendo con palabras lo que, en ocasiones, resulta indefinible: describir el amor, la ausencia, la felicidad, el dolor… no es fácil relatar sentimientos que sean comprensibles y con los que cada persona se sienta identificada; y eso había hecho toda su vida precisamente mi querido amigo de casi cien años.
Su rostro era un rictus que reflejaba la fina ironía que siempre había poseído; aquella fisonomía que, acompañada de una grácil figura, había embelesado a tantas universitarias con incipientes sueños de amores aún adolescentes; y él, que conocía su atractivo, lo fomentaba con aquella cálida voz con que acentuaba determinadas palabras o enfatizaba expresiones, pero también con sus estudiados silencios. Recuerdo perfectamente esa pausa antes de contestar a una pregunta de cualquier alumno; unos segundos en los que concentraba la atención de la clase antes de responder, y ¡eso era mágico!
Observaba sus manos, siempre con vida propia, moviéndose sin parar y acentuando sus palabras; unas manos largas, finas y cuidadas que declaraban no haber hecho trabajos más rudos que trasegar entre libros, cuadernos y bibliotecas. Yo siempre me fijo en las manos porque dicen mucho de una persona y no olvido las de mi padre cuando trabajaba en el campo porque siempre estaban hinchadas, laceradas y ásperas por más que mi madre se las cuidara por la noche con diferentes ungüentos para suavizarlas un poco. En aquella época, cuando las manos masculinas eran finas y arregladas decían en mi pueblo: “tiene manos de señorito, de no haber trabajado en su vida”. Mi padre añoraba tenerlas de ese modo; solo cuando años después se materializó su deseo, estando una tarde juntos los dos, se las tomé entre las mías y le dije con toda la ilusión:
- “Padre, has cumplido tu deseo, tienes manos de señorito”,
pero él, lejos de contestar, las observó en silencio, y asintió con la cabeza con una pena infinita. Aquel momento no lo olvidaré nunca, y tampoco le pregunté nada, porque sobraban las palabras; sabía lo que pensaba y en su mente de fiel hombre del campo seguro que evocaba el cariño del ungüento que le transportaba a una antigua felicidad, aunque hubiera sido la causa de estropearle las manos.
Mi amigo de casi cien años tenía, como digo, unas manos bonitas, ahora surcadas por venas prominentes, pero aún hermosas, y como hablamos de muchas cosas durante un tiempo que él consideraba un inmerecido regalo y yo una oportunidad de recrearme en la contemplación y la escucha de quien había significado tanto en mi vida, en un determinado momento, sin decir palabra, me tomó la cara con aquellas manos suyas y, mirándome fijamente, me dio las gracias.
No pude contestar porque tenía un nudo en la garganta pero, a modo de respuesta, le di el abrazo más cariñoso que fui capaz; todo un lujo para aquella jovencita de muchos años atrás que también se sintió prendada por el profesor de literatura y nunca soñó con que un día recibiría tanto de él.
Me enternecieron sus ojos vidriosos, ya de un color indefinible, cuando habían reflejado el cielo y el mar con un azul fulgurante; aquellos ojos cansados que hubieron de ocultarse tras unos cristales para seguir definiendo con palabras lo que, en ocasiones, resulta indefinible: describir el amor, la ausencia, la felicidad, el dolor… no es fácil relatar sentimientos que sean comprensibles y con los que cada persona se sienta identificada; y eso había hecho toda su vida precisamente mi querido amigo de casi cien años.
Su rostro era un rictus que reflejaba la fina ironía que siempre había poseído; aquella fisonomía que, acompañada de una grácil figura, había embelesado a tantas universitarias con incipientes sueños de amores aún adolescentes; y él, que conocía su atractivo, lo fomentaba con aquella cálida voz con que acentuaba determinadas palabras o enfatizaba expresiones, pero también con sus estudiados silencios. Recuerdo perfectamente esa pausa antes de contestar a una pregunta de cualquier alumno; unos segundos en los que concentraba la atención de la clase antes de responder, y ¡eso era mágico!
Observaba sus manos, siempre con vida propia, moviéndose sin parar y acentuando sus palabras; unas manos largas, finas y cuidadas que declaraban no haber hecho trabajos más rudos que trasegar entre libros, cuadernos y bibliotecas. Yo siempre me fijo en las manos porque dicen mucho de una persona y no olvido las de mi padre cuando trabajaba en el campo porque siempre estaban hinchadas, laceradas y ásperas por más que mi madre se las cuidara por la noche con diferentes ungüentos para suavizarlas un poco. En aquella época, cuando las manos masculinas eran finas y arregladas decían en mi pueblo: “tiene manos de señorito, de no haber trabajado en su vida”. Mi padre añoraba tenerlas de ese modo; solo cuando años después se materializó su deseo, estando una tarde juntos los dos, se las tomé entre las mías y le dije con toda la ilusión:
- “Padre, has cumplido tu deseo, tienes manos de señorito”,
pero él, lejos de contestar, las observó en silencio, y asintió con la cabeza con una pena infinita. Aquel momento no lo olvidaré nunca, y tampoco le pregunté nada, porque sobraban las palabras; sabía lo que pensaba y en su mente de fiel hombre del campo seguro que evocaba el cariño del ungüento que le transportaba a una antigua felicidad, aunque hubiera sido la causa de estropearle las manos.
Mi amigo de casi cien años tenía, como digo, unas manos bonitas, ahora surcadas por venas prominentes, pero aún hermosas, y como hablamos de muchas cosas durante un tiempo que él consideraba un inmerecido regalo y yo una oportunidad de recrearme en la contemplación y la escucha de quien había significado tanto en mi vida, en un determinado momento, sin decir palabra, me tomó la cara con aquellas manos suyas y, mirándome fijamente, me dio las gracias.
No pude contestar porque tenía un nudo en la garganta pero, a modo de respuesta, le di el abrazo más cariñoso que fui capaz; todo un lujo para aquella jovencita de muchos años atrás que también se sintió prendada por el profesor de literatura y nunca soñó con que un día recibiría tanto de él.
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