COSAS MÍAS
El amor al placer
Eugenio-Jesús de Ávila
Pertenezco a una generación que creció en la consideración de que el sexo era el más grave de los pecados, causa de ceguera si nos masturbábamos, y el cuerpo un gran enemigo, destinado a sufrir penitencia, castigos de todo tipo, que dañasen la carne y la piel. Amar, el verbo más hermoso en cualquier idioma, puesto en entredicho, antesala del pecado mortal.
Crecimos en estatura e inteligencia –no todos-, en la creencia de que, después de un beso, una caricia, un roce, un cuerpo a cuerpo, había que confesarse, porque, si nos moríamos, íbamos al infierno. La mujer era el deseo y el pecado, la querencia y la tortura, la belleza y el castigo.
Perdimos los mejores años de nuestra vida perseguidos por la muerte y la condena eterna. Después siempre, desde esa adolescencia perturbada, pusilánime, hasta la madurez del hombre de provecho, nos acompañó la incertidumbre, la duda, la sospecha, el recelo cuando yacíamos con una chica, con una mujer, con una dama. Llegamos a creer que el placer era un suplicio, y que el dolor lo bendecía Dios.
La dialéctica entre el cerebro y la razón y los genitales y la pasión, el seso y el sexo entretuvo a nuestra conciencia de españoles castrados por la religión como castigo, cuando necesitábamos un cristianismo hedonista, que premiase el amor, que loase el placer, que olvidara el verbo prohibir y que consagrase el deleite entre dos cuerpos, fundidos en una sola alma a través del sexo, de la cópula, del amor sacro.
Cuando me olvidé de Dios y de flagelarme el alma a través de la carne, comprendí que vinimos a la vida para amar, para gozar, para dar y recibir placer con nuestro cuerpo, nunca para sufrir, ni convertir la vida en un libro de tormentos, aflicción y suplicio.
Maldigo el tiempo perdido, el daño que me ha causado, los placeres idos, la castración de mi alma. El ateísmo me ha convertido en un hombre cabal, razonable; en un orfebre del sexo, en un poeta del hedonismo. ¡Ama tu cuerpo como si fuera el de la mujer o del hombre que adoras! ¡Dad placer! El dolor y el pecado enferman el alma y destruyen la carne.
Eugenio-Jesús de Ávila
Pertenezco a una generación que creció en la consideración de que el sexo era el más grave de los pecados, causa de ceguera si nos masturbábamos, y el cuerpo un gran enemigo, destinado a sufrir penitencia, castigos de todo tipo, que dañasen la carne y la piel. Amar, el verbo más hermoso en cualquier idioma, puesto en entredicho, antesala del pecado mortal.
Crecimos en estatura e inteligencia –no todos-, en la creencia de que, después de un beso, una caricia, un roce, un cuerpo a cuerpo, había que confesarse, porque, si nos moríamos, íbamos al infierno. La mujer era el deseo y el pecado, la querencia y la tortura, la belleza y el castigo.
Perdimos los mejores años de nuestra vida perseguidos por la muerte y la condena eterna. Después siempre, desde esa adolescencia perturbada, pusilánime, hasta la madurez del hombre de provecho, nos acompañó la incertidumbre, la duda, la sospecha, el recelo cuando yacíamos con una chica, con una mujer, con una dama. Llegamos a creer que el placer era un suplicio, y que el dolor lo bendecía Dios.
La dialéctica entre el cerebro y la razón y los genitales y la pasión, el seso y el sexo entretuvo a nuestra conciencia de españoles castrados por la religión como castigo, cuando necesitábamos un cristianismo hedonista, que premiase el amor, que loase el placer, que olvidara el verbo prohibir y que consagrase el deleite entre dos cuerpos, fundidos en una sola alma a través del sexo, de la cópula, del amor sacro.
Cuando me olvidé de Dios y de flagelarme el alma a través de la carne, comprendí que vinimos a la vida para amar, para gozar, para dar y recibir placer con nuestro cuerpo, nunca para sufrir, ni convertir la vida en un libro de tormentos, aflicción y suplicio.
Maldigo el tiempo perdido, el daño que me ha causado, los placeres idos, la castración de mi alma. El ateísmo me ha convertido en un hombre cabal, razonable; en un orfebre del sexo, en un poeta del hedonismo. ¡Ama tu cuerpo como si fuera el de la mujer o del hombre que adoras! ¡Dad placer! El dolor y el pecado enferman el alma y destruyen la carne.


















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