
SENTIMIENTOS
Pasear por la Zamora que fue
Hay gente que vive en Zamora, pero me temo que no la siente. Un servidor necesita palparla además de vivir aquí, al norte del río. Yo quedo con mi ciudad como con una mujer que me tiene enamorado. A primera hora de la tarde, cuando todavía hay zamoranos en la siesta, me doy un paseo hasta el casco antiguo. Cada día descubro imágenes que ignoraba.
Me sucede con esta zona noble de la ciudad como con las películas de Berlanga: cada vez que veo “Plácido” o “El verdugo” hallo, en los recodos del primer plano, instantes sublimes de personajes secundarios del film, que aparecen muy al fondo del centro de atención. Eso me sucede con el patrimonio monumental de Zamora, con sus jardines, rúas, plazuelas, casas en ruinas, perspectivas del Duero, solares y conventos abandonados. Nunca siento un dejà vú, porque siempre el iris de mi alma halla sensaciones distintas.
Las personas, turistas o indígenas, que suben por ese camino, que debería convertirse en una escalinata de granito sayagués, hacia la Puerta de la Lealtad, antes de cruzarlo, si giran su mirada a la izquierda, contemplarán una vegetación exuberante, escucharán, si detienen su paso, diálogos de avecillas con su prosa de trinos y una humedad que te refresca los bronquios tras el duro esfuerzo. Después, las cigüeñas del Carmen de San Isidoro me saludan con sus crotoreos de incienso y niebla. Nunca me suenan igual. Intentan que les preste más atención y que les tire nuevas fotos. Son aves coquetas, vestidas siempre de etiqueta.
Me pasee por los blandos caminos de los jardines de Baltasar Lobo. Cabalgué en la memoria para recordar el sabor de besos que reposan ya en el camposanto de los recuerdos. Nombres y rostros de bellas mujeres regresaron a mi mente en este atardecer de enero de 2024. Y reflexioné para concluir que las amé a todas, si bien a unas, las más sensibles, más que a otras. Todavía sigo enamorado de esas pasiones pretéritas y de las damas que las protagonizaron.
Me acerqué más tarde a la torre de la Catedral, que me impresionó, como si hubiera sido nuestro primer encuentro, por su robustez y altivez. Tres veces en mi vida la burlé, la sentí por dentro, escalé con estrechos peldaños y coroné su tejado. A no tardar, usted que me lee, los turistas de la cultura y todo zamorano que así lo desee, también conocerán las vísceras de esta torre románica y divisarán una Zamora distinta, como si fuera un decorado de película, una maqueta, una ciudad tendida y somnolienta.
Y no quise despedirme del casco antiguo sin atravesar la Rúa del Troncoso, la Rúa de los Besos. Esta tarde, una pareja de enamorados se retrataba en ese estrecho espacio lírico. No quise fastidiarles la fotografía y esperé a que se besaran y accediesen al coqueto y elegante jardín de Antonio del Águila. Poco después me asomé al mirador para desearle al Duero buen viaje a Lusitania, nuestra nación hermana, cuando una pareja de jovencitos se abrazaba en el cubo de la muralla que alegra esa perspectiva del río Duradero.
Antes de entrar en la ciudad que es, la de los locales cerrados, en venta y en alquiler, imagine la Zamora que fue, la medieval, y construí en mi imaginación la Zamora que será cuando un zamorano, un alma sensible, edifique en esos solares, abandonados, de la Rúa de los Notarios, que tanto daño han hecho a la imagen de la ciudad del alma desde que el poder nos dio esta democracia de cartón-piedra.
Un paseo por la Zamora noble, la de la ucronía, la que fue y no pudo ser, renueva mi pasión de zamorano por su patria chica, recoloca mi inteligencia y reconforta mi alma seca de poeta provinciano. Todos los días me enamoro de mi ciudad cuando la siento en mis adentros. Ese es mi secreto para seguir respirando unas cuantas veces por minuto.
Eugenio-Jesús de Ávila
Hay gente que vive en Zamora, pero me temo que no la siente. Un servidor necesita palparla además de vivir aquí, al norte del río. Yo quedo con mi ciudad como con una mujer que me tiene enamorado. A primera hora de la tarde, cuando todavía hay zamoranos en la siesta, me doy un paseo hasta el casco antiguo. Cada día descubro imágenes que ignoraba.
Me sucede con esta zona noble de la ciudad como con las películas de Berlanga: cada vez que veo “Plácido” o “El verdugo” hallo, en los recodos del primer plano, instantes sublimes de personajes secundarios del film, que aparecen muy al fondo del centro de atención. Eso me sucede con el patrimonio monumental de Zamora, con sus jardines, rúas, plazuelas, casas en ruinas, perspectivas del Duero, solares y conventos abandonados. Nunca siento un dejà vú, porque siempre el iris de mi alma halla sensaciones distintas.
Las personas, turistas o indígenas, que suben por ese camino, que debería convertirse en una escalinata de granito sayagués, hacia la Puerta de la Lealtad, antes de cruzarlo, si giran su mirada a la izquierda, contemplarán una vegetación exuberante, escucharán, si detienen su paso, diálogos de avecillas con su prosa de trinos y una humedad que te refresca los bronquios tras el duro esfuerzo. Después, las cigüeñas del Carmen de San Isidoro me saludan con sus crotoreos de incienso y niebla. Nunca me suenan igual. Intentan que les preste más atención y que les tire nuevas fotos. Son aves coquetas, vestidas siempre de etiqueta.
Me pasee por los blandos caminos de los jardines de Baltasar Lobo. Cabalgué en la memoria para recordar el sabor de besos que reposan ya en el camposanto de los recuerdos. Nombres y rostros de bellas mujeres regresaron a mi mente en este atardecer de enero de 2024. Y reflexioné para concluir que las amé a todas, si bien a unas, las más sensibles, más que a otras. Todavía sigo enamorado de esas pasiones pretéritas y de las damas que las protagonizaron.
Me acerqué más tarde a la torre de la Catedral, que me impresionó, como si hubiera sido nuestro primer encuentro, por su robustez y altivez. Tres veces en mi vida la burlé, la sentí por dentro, escalé con estrechos peldaños y coroné su tejado. A no tardar, usted que me lee, los turistas de la cultura y todo zamorano que así lo desee, también conocerán las vísceras de esta torre románica y divisarán una Zamora distinta, como si fuera un decorado de película, una maqueta, una ciudad tendida y somnolienta.
Y no quise despedirme del casco antiguo sin atravesar la Rúa del Troncoso, la Rúa de los Besos. Esta tarde, una pareja de enamorados se retrataba en ese estrecho espacio lírico. No quise fastidiarles la fotografía y esperé a que se besaran y accediesen al coqueto y elegante jardín de Antonio del Águila. Poco después me asomé al mirador para desearle al Duero buen viaje a Lusitania, nuestra nación hermana, cuando una pareja de jovencitos se abrazaba en el cubo de la muralla que alegra esa perspectiva del río Duradero.
Antes de entrar en la ciudad que es, la de los locales cerrados, en venta y en alquiler, imagine la Zamora que fue, la medieval, y construí en mi imaginación la Zamora que será cuando un zamorano, un alma sensible, edifique en esos solares, abandonados, de la Rúa de los Notarios, que tanto daño han hecho a la imagen de la ciudad del alma desde que el poder nos dio esta democracia de cartón-piedra.
Un paseo por la Zamora noble, la de la ucronía, la que fue y no pudo ser, renueva mi pasión de zamorano por su patria chica, recoloca mi inteligencia y reconforta mi alma seca de poeta provinciano. Todos los días me enamoro de mi ciudad cuando la siento en mis adentros. Ese es mi secreto para seguir respirando unas cuantas veces por minuto.
Eugenio-Jesús de Ávila
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