COSAS DE DE LA BIEN CERCADA
Si yo fuera Pero Mato…
Eugenio-Jesús de Ávila
Si me reencarnase en escultura o en hojalata, me gustaría ser Pero Mato, porque nada se interpondría entre la luna y yo, ni entre la luz del sol y mi coraza. Brillaría más que ahora y no menguaría jamás. La carne se seca y se agrieta. El tiempo no se nos olvida, siempre nos acompaña, como sombra de Cronos.
Además, siendo veleta disfrutaría de la amistad de Eolo, y así bailaría con el viento, y cuanto con más fuerza pronunciase su voz, más deprisa danzaría. Cuando llueva, me mojaré, pero no creo que me oxide, y, si así acontece, los dermatólogos del Ajuntamiento, me estirarían la epidermis.
Desde los hombros de mi amiga la iglesia de San Juan tendría una visión preciosa de mi Zamora. Divisaría todos los alrededores de la ciudad, sus bosques, el Duero, que lleva desde que la geología le dio la labor de río para cortejar a la cúpula de la Catedral, despertando los celos de la torre. Abajo, a mi izquierda, observaría el viejo Consistorio. Cuando lo edificaron, allá en el siglo XVI, me parecía más hermoso. Después, la falta de gusto de las autoridades zamoranas, un mal endémico, lo afearon. Incluso los badulaques orinan en sus paredes, como si el legado de la historia fuese un retrete público. A la derecha, de reojo, observo la Casa de las Panaderas, donde emana el poder ciudadano. Los vigilo a diario. A veces, me enfadan. No me hacen caso, porque yo deseo que me cambien la Plaza Mayor, que no me gusta nada, de hecho, suelo darle la espalda.
Confieso que alcanzaría el éxtasis cuando nevase y los copos se quedasen en mi piel hasta que subiera la temperatura y se convirtieran en gotas de agua. Y escribiría versos cuando la Luna mostrase su embarazo de luz, fruto de su cópula con el sol.
Habría visto morir y llorado a muchos zamoranos, porque las parcas se olvidaron de mí, por aquello que tengo un corazón de metal barato, que no late, que solo tiene un sístole-diástole de aire. Y, desde hace algún tiempo, parece como si mi Zamora viajase al pasado. Hay menos gente, muy mayor, casi como yo, y apenas veo jóvenes celebrando la vida. Tampoco acuden muchos fieles al templo, si bien aquí vive, en pensión, la Soledad. Solo en Semana Santa se forma barullo, tanto que a mí no me dejan dormir en la madrugada del Viernes Santo.
Ser veleta en Zamora conllevaría una perspectiva distinta de su carne y su esqueleto urbanos. La sentiría desde un presente pretérito, desde el fui que dejé de ser. Me temo que mi ciudad también es un fue y apenas le queda futuro que conjugar. Aquí quedarán templos, murallas, puentes medievales, pasado…un museo del tiempo.
Eugenio-Jesús de Ávila
Si me reencarnase en escultura o en hojalata, me gustaría ser Pero Mato, porque nada se interpondría entre la luna y yo, ni entre la luz del sol y mi coraza. Brillaría más que ahora y no menguaría jamás. La carne se seca y se agrieta. El tiempo no se nos olvida, siempre nos acompaña, como sombra de Cronos.
Además, siendo veleta disfrutaría de la amistad de Eolo, y así bailaría con el viento, y cuanto con más fuerza pronunciase su voz, más deprisa danzaría. Cuando llueva, me mojaré, pero no creo que me oxide, y, si así acontece, los dermatólogos del Ajuntamiento, me estirarían la epidermis.
Desde los hombros de mi amiga la iglesia de San Juan tendría una visión preciosa de mi Zamora. Divisaría todos los alrededores de la ciudad, sus bosques, el Duero, que lleva desde que la geología le dio la labor de río para cortejar a la cúpula de la Catedral, despertando los celos de la torre. Abajo, a mi izquierda, observaría el viejo Consistorio. Cuando lo edificaron, allá en el siglo XVI, me parecía más hermoso. Después, la falta de gusto de las autoridades zamoranas, un mal endémico, lo afearon. Incluso los badulaques orinan en sus paredes, como si el legado de la historia fuese un retrete público. A la derecha, de reojo, observo la Casa de las Panaderas, donde emana el poder ciudadano. Los vigilo a diario. A veces, me enfadan. No me hacen caso, porque yo deseo que me cambien la Plaza Mayor, que no me gusta nada, de hecho, suelo darle la espalda.
Confieso que alcanzaría el éxtasis cuando nevase y los copos se quedasen en mi piel hasta que subiera la temperatura y se convirtieran en gotas de agua. Y escribiría versos cuando la Luna mostrase su embarazo de luz, fruto de su cópula con el sol.
Habría visto morir y llorado a muchos zamoranos, porque las parcas se olvidaron de mí, por aquello que tengo un corazón de metal barato, que no late, que solo tiene un sístole-diástole de aire. Y, desde hace algún tiempo, parece como si mi Zamora viajase al pasado. Hay menos gente, muy mayor, casi como yo, y apenas veo jóvenes celebrando la vida. Tampoco acuden muchos fieles al templo, si bien aquí vive, en pensión, la Soledad. Solo en Semana Santa se forma barullo, tanto que a mí no me dejan dormir en la madrugada del Viernes Santo.
Ser veleta en Zamora conllevaría una perspectiva distinta de su carne y su esqueleto urbanos. La sentiría desde un presente pretérito, desde el fui que dejé de ser. Me temo que mi ciudad también es un fue y apenas le queda futuro que conjugar. Aquí quedarán templos, murallas, puentes medievales, pasado…un museo del tiempo.
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