
COSAS MÍAS
Ser nube en Zamora
Eugenio-Jesús de Ávila
Las nubes son canas de la barba y el cabello de Dios, desprendidas de tanto pensar en su fallida obra, en el ser humano. A veces, en invierno, bajan a ras de tierra para susurrarle al Duero en sus orejitas de agua, meterse en nuestras almas secas, perdernos a nosotros mismos por las rúas húmedas y cargadas de soledades.
En primavera, las nubes juegan con la atmósfera al escondite. Si pierden, se enfadan, y vocean tormentas, palabrotas de granizo, blasfemias de lluvia intensa, insultos de relámpagos. El sol las reprende porque impide que sus rayos, sus abrazos de calor, tuesten la piel de la belleza, besen los labios de las mujeres que aman sin ser amadas, de las damas libérrimas, de las diosas que buscan oraciones de los hombres hermosos.
Hay nubes que pinta sus labios con el carmín del cielo para lucir hermosas ante el cabello del alba. Otras colorean sus mejillas con polvos de borrasca. Y algunas tatúan su epidermis de vapor de agua con rostros humanos, como si fueran espejos en el éter.
Las nubes pasan, a veces muy deprisa, como si tuviesen miedo de lloverse sobre gente sin paraguas en el alma, sin gabardinas de alegría. También las despreciamos, porque ignoramos que son fuente de vida, escultoras del agua, fontanas del cielo. Aquí, en Zamora, las nubes nos miran de reojo. Esta ciudad les da pena. Los zamoranos caminan cabizbajos, como humillados. Se olvidan de mirar hacia arriba, de progresar, de luchar. Nuestra gente nació para ser rebaño, para ir del redil al prado, para guardar silencio, para humillarse ante el poder. Las nubes son libérrimas, pero a mí me invitaron a escaparme con ellas, a dejar mi pasado en el baúl de la memoria, a soñar, a amar lejos de la ciudad la ciudad pretérita.
Algún día me convertiré en nube, en vapor de agua, en lluvia, en río, en mar. Y quizá tú, mujer, amada amante, me beberías y después me transformarías en lluvia dorada.
Eugenio-Jesús de Ávila
Las nubes son canas de la barba y el cabello de Dios, desprendidas de tanto pensar en su fallida obra, en el ser humano. A veces, en invierno, bajan a ras de tierra para susurrarle al Duero en sus orejitas de agua, meterse en nuestras almas secas, perdernos a nosotros mismos por las rúas húmedas y cargadas de soledades.
En primavera, las nubes juegan con la atmósfera al escondite. Si pierden, se enfadan, y vocean tormentas, palabrotas de granizo, blasfemias de lluvia intensa, insultos de relámpagos. El sol las reprende porque impide que sus rayos, sus abrazos de calor, tuesten la piel de la belleza, besen los labios de las mujeres que aman sin ser amadas, de las damas libérrimas, de las diosas que buscan oraciones de los hombres hermosos.
Hay nubes que pinta sus labios con el carmín del cielo para lucir hermosas ante el cabello del alba. Otras colorean sus mejillas con polvos de borrasca. Y algunas tatúan su epidermis de vapor de agua con rostros humanos, como si fueran espejos en el éter.
Las nubes pasan, a veces muy deprisa, como si tuviesen miedo de lloverse sobre gente sin paraguas en el alma, sin gabardinas de alegría. También las despreciamos, porque ignoramos que son fuente de vida, escultoras del agua, fontanas del cielo. Aquí, en Zamora, las nubes nos miran de reojo. Esta ciudad les da pena. Los zamoranos caminan cabizbajos, como humillados. Se olvidan de mirar hacia arriba, de progresar, de luchar. Nuestra gente nació para ser rebaño, para ir del redil al prado, para guardar silencio, para humillarse ante el poder. Las nubes son libérrimas, pero a mí me invitaron a escaparme con ellas, a dejar mi pasado en el baúl de la memoria, a soñar, a amar lejos de la ciudad la ciudad pretérita.
Algún día me convertiré en nube, en vapor de agua, en lluvia, en río, en mar. Y quizá tú, mujer, amada amante, me beberías y después me transformarías en lluvia dorada.
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