Vacaciones

Lo mejor que tienen las vacaciones es eso, el nombre que, con solo pronunciarlo, ya sabemos que nos va a alejar del trabajo por unos días y vamos a disfrutar fuera de la rutina, incluso se nos pasa por la cabeza el no retornar, aunque al final la realidad se imponga.

Al hablar de vacaciones, la pregunta está servida entre playa o montaña y me da a mí que gana la primera por goleada, a tenor de las imágenes que nos llegan a través de los medios de comunicación, con la gente tostándose, vuelta y vuelta, al inclemente sol y que no viene a delatar, una vez más, las rarezas del ser humano.
Otras veces, no nos gusta el destino elegido, pero resulta que allí tenemos el refugio gratis y se impone el lado práctico de las cosas. Tengo una amiga, Sheyla, que sus vacaciones las disfruta en Ibiza, “donde la vida está muy cara”, me dice, pero tiene la recompensa de no tener que pagar por un apartamento, algo mucho más caro y que, en otras circunstancias, no podría o no querría permitirse. Yo mismo pasé mis vacaciones durante tres o cuatro años en Marbella, por las mismas circunstancias que mi amiga en Ibiza. De pasar esas vacaciones en un lugar no deseado, al menos me quedó la experiencia de encontrarme, cara a cara, con los famosos de aquella época, con la familia faraónica de los Flores a la cabeza o el hermano de la reina Fabiola, quien una vez me recriminó, el muy cretino, que llevara a mi perro suelto y tuve que contar hasta diez, para después hacerme el sordo y no liarla.
Ahora ya no, porque está prohibido -fea palabra-, pero antes se veraneaba en acampada libre, de tal manera que montabas la tienda de campaña en parajes idílicos por ti escogidos y, con ese espíritu nómada, te ibas moviendo a tu estilo y conveniencia.

Eran otras formas -incluido el auto-stop, de lo que habrá que escribir- de veranear y aquella época lo bueno que tenía, aunque entonces no lo sabías, es que aun te quedaba todo -y digo todo- por vivir.