COSAS DE DE LA BIEN CERCADA
He soñado que Zamora existe
Eugenio-Jesús de Ávila
Los zamoranos nos hemos ido haciendo más mayores sin darnos cuenta. Cuando se tiene más pasado que futuro, se viaja en el tiempo para intentar saber quién fuiste, para buscarte, porque te perdiste en el bosque de Cronos o porque todavía no sabes quién eres. Te desconoces. La memoria y sus hijos predilectos, los recuerdos, juegan al escondite entre las circunvalaciones del cerebro.
La ciudad envejece también, al ritmo de sus gentes. Aunque los distintos ayuntamientos restauren pavimentos y estrenen baldosas, Zamora sabe a ausencias. Y aquí no vive ningún Marcel Proust que escriba durante las madrugadas, que ande a la busca del tiempo perdido.
A veces pienso que Zamora es producto de mi imaginación, que he soñado que existe, pero que en esta ciudad no vive nadie, por lo tanto, no se muere jamás, tanto que las parcas se aburrieron y se marcharon a buscar a gente feliz a otros lares. Cualquier día me despierto y me encuentro en algún espacio al este del Edén. Quizá es que en esta urbe nos hayamos muerto hace mucho tiempo y no nos hemos dado cuenta. O somos tan mayores que ya nos cruzamos de brazos mientras presenciamos cómo progresa el mal y se da coba a los malandrines de la política.
Hace unos días, mientras Eolo se divertía jugando con las ramas de los árboles, me eché a la calle para ver si me encontraba con algún alma en pena. Y, por Santa Clara no paseaba nadie. Lógico. Las gentes disfrutan de la televisión, cenan, hablan de cosas sin importancia, se miran, aunque ya se tengan muy vistas. Los amantes gozan del amor, incluso susurran versos, mientras la pasión circula por sus venas cuando los glóbulos rojos se van de picos pardos al pub del corazón.
De vez en cuando, me asomo al balcón y observo que la vejez, una dama con muchas arrugas en la piel y mala leche, me está esperando. Es fémina muy celosa. Sabe que vivo en pareja con la soledad, que la amo tiernamente, que no la engaño ni con la almohada. Cualquier madrugada, cuando mi amante duerma, me entregaré a la senectud. Después pasaré los últimos años de mi vida en una residencia de la tercera edad, forma eufemística de engañarnos, escribiendo prosa poética, cuentos para niños pobres y alguna novela para adultos frustrados y un ensayo sobre por qué en Zamora, la ciudad pretérita, se copula tan poco y se burla tantos a maridos y esposas.
Y, sé, que, antes de que me presente ante Caronte, los zamoranos ya podrán ir a la hermana Portugal por una autovía, Monte la Reina sea una instalación militar de importancia nacional, se pueda ir a Sanabria desde la capital por autovía, sin tener que desviarse a Benavente, funcionará el Polígono Industrial de Monfarracinos al cien por cien y el nuevo Museo de Semana Santa guardará los grupos escultóricos de las principales cofradías y hermandades zamoranas, que nos darán ejemplo con su comportamiento de cómo un cristiano cumple con su religión. ¡Ah, quizá Santa Clara, en noches de invierno no se sienta tan sola con su soledad!
Eugenio-Jesús de Ávila
Los zamoranos nos hemos ido haciendo más mayores sin darnos cuenta. Cuando se tiene más pasado que futuro, se viaja en el tiempo para intentar saber quién fuiste, para buscarte, porque te perdiste en el bosque de Cronos o porque todavía no sabes quién eres. Te desconoces. La memoria y sus hijos predilectos, los recuerdos, juegan al escondite entre las circunvalaciones del cerebro.
La ciudad envejece también, al ritmo de sus gentes. Aunque los distintos ayuntamientos restauren pavimentos y estrenen baldosas, Zamora sabe a ausencias. Y aquí no vive ningún Marcel Proust que escriba durante las madrugadas, que ande a la busca del tiempo perdido.
A veces pienso que Zamora es producto de mi imaginación, que he soñado que existe, pero que en esta ciudad no vive nadie, por lo tanto, no se muere jamás, tanto que las parcas se aburrieron y se marcharon a buscar a gente feliz a otros lares. Cualquier día me despierto y me encuentro en algún espacio al este del Edén. Quizá es que en esta urbe nos hayamos muerto hace mucho tiempo y no nos hemos dado cuenta. O somos tan mayores que ya nos cruzamos de brazos mientras presenciamos cómo progresa el mal y se da coba a los malandrines de la política.
Hace unos días, mientras Eolo se divertía jugando con las ramas de los árboles, me eché a la calle para ver si me encontraba con algún alma en pena. Y, por Santa Clara no paseaba nadie. Lógico. Las gentes disfrutan de la televisión, cenan, hablan de cosas sin importancia, se miran, aunque ya se tengan muy vistas. Los amantes gozan del amor, incluso susurran versos, mientras la pasión circula por sus venas cuando los glóbulos rojos se van de picos pardos al pub del corazón.
De vez en cuando, me asomo al balcón y observo que la vejez, una dama con muchas arrugas en la piel y mala leche, me está esperando. Es fémina muy celosa. Sabe que vivo en pareja con la soledad, que la amo tiernamente, que no la engaño ni con la almohada. Cualquier madrugada, cuando mi amante duerma, me entregaré a la senectud. Después pasaré los últimos años de mi vida en una residencia de la tercera edad, forma eufemística de engañarnos, escribiendo prosa poética, cuentos para niños pobres y alguna novela para adultos frustrados y un ensayo sobre por qué en Zamora, la ciudad pretérita, se copula tan poco y se burla tantos a maridos y esposas.
Y, sé, que, antes de que me presente ante Caronte, los zamoranos ya podrán ir a la hermana Portugal por una autovía, Monte la Reina sea una instalación militar de importancia nacional, se pueda ir a Sanabria desde la capital por autovía, sin tener que desviarse a Benavente, funcionará el Polígono Industrial de Monfarracinos al cien por cien y el nuevo Museo de Semana Santa guardará los grupos escultóricos de las principales cofradías y hermandades zamoranas, que nos darán ejemplo con su comportamiento de cómo un cristiano cumple con su religión. ¡Ah, quizá Santa Clara, en noches de invierno no se sienta tan sola con su soledad!
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