
LA ESPAÑA OLVIDADA
Volverán el esplendor en la hierba y la gloria en las flores en Sanabria y La Carballeda
Eugenio-Jesús de Ávila
Cada ocaso del sol, el adiós del astro rey a la Zamora medieval por las almenas del Castillo, pinta el atardecer de oro. La Catedral y las murallas se embellecen con esa pincelada dorada de nuestra estrella. Los árboles del parque de Baltasar Lobo esperan a que mirlos, ruiseñores y gorriones acudan a sus lechos de hojas para acurrucarse entre el haz y el envés. Se apagan los trinos de las avecillas y los búhos y las lechuzas se marchan de picos pardos, mientras las cigüeñas acarician con sus labios blanquinegros las escamas de la cúpula de la Seo, el seno más deseado de la feminidad zamorana.
Zamora es también un ocaso de ciudad, como un servidor es un hombre en despedida, un periodista que escribe el epílogo de su vida sobre el agua del Duero. A mi me gustaría irme para siempre dejándola al alba del progreso, del desarrollo. Pero a Zamora le han ido quemando sus galas más hermosas, sus ropas más elegantes, sus cabellos más lindos con los incendios de la Sierra de la Culebra hace tres años y ahora los de Sanabria y La Carballeda. Zamora, la ciudad del Romancero siempre presumió de ser la anciana dama que lucía las más bellas vestimentas que confeccionaban sus comarcas con los diseños de sus naturalezas. Poco a poco, como si te tratase de una maldición satánica, la belleza la convirtieron en cenizas entre los cerebros enloquecidos, la ineficacia e incapacidad política y la apatía social.
Soy, pues, un ocaso de persona que se despide entre palabras mientras mis últimos sentimientos buscan lágrimas que apaguen el fuego de rebeldía, de venganza, de repulsa que ha ido incinerando el bosque de mi alma, ya envejecida, arrugada como mi cuerpo, como mi carne.
Volverá a amanecer mañana sobre los montes sanabresas y de La Carballeda, enlutados por tanta muerte de los hermanos árboles, de los hermosos ciervos, de los recios jabalíes. Y se extrañarán los rayos de la luna de encontrar una noche tan negra sobre los campos zamoranos, mientras alguien recordará aquel poema de William Wordsworth, añorando un nuevo esplendor de la hierba sobre las tierras zamoranas:
“Pues aunque el resplandor que en otro tiempo fue tan brillante
hoy esté por siempre oculto a mis miradas,
aunque nada pueda hacer volver la hora
del esplendor en la hierba, de la gloria en las flores,
no debemos afligirnos, pues encontraremos
fuerza en el recuerdo,
en aquella primera simpatía
que habiendo sido una vez, habrá de ser por siempre,
en los sosegados pensamientos que brotaron
del humano sufrimiento
y en la fe que mira a través de la muerte,
y en los años, que traen consigo las ideas filosóficas.”
Eugenio-Jesús de Ávila
Cada ocaso del sol, el adiós del astro rey a la Zamora medieval por las almenas del Castillo, pinta el atardecer de oro. La Catedral y las murallas se embellecen con esa pincelada dorada de nuestra estrella. Los árboles del parque de Baltasar Lobo esperan a que mirlos, ruiseñores y gorriones acudan a sus lechos de hojas para acurrucarse entre el haz y el envés. Se apagan los trinos de las avecillas y los búhos y las lechuzas se marchan de picos pardos, mientras las cigüeñas acarician con sus labios blanquinegros las escamas de la cúpula de la Seo, el seno más deseado de la feminidad zamorana.
Zamora es también un ocaso de ciudad, como un servidor es un hombre en despedida, un periodista que escribe el epílogo de su vida sobre el agua del Duero. A mi me gustaría irme para siempre dejándola al alba del progreso, del desarrollo. Pero a Zamora le han ido quemando sus galas más hermosas, sus ropas más elegantes, sus cabellos más lindos con los incendios de la Sierra de la Culebra hace tres años y ahora los de Sanabria y La Carballeda. Zamora, la ciudad del Romancero siempre presumió de ser la anciana dama que lucía las más bellas vestimentas que confeccionaban sus comarcas con los diseños de sus naturalezas. Poco a poco, como si te tratase de una maldición satánica, la belleza la convirtieron en cenizas entre los cerebros enloquecidos, la ineficacia e incapacidad política y la apatía social.
Soy, pues, un ocaso de persona que se despide entre palabras mientras mis últimos sentimientos buscan lágrimas que apaguen el fuego de rebeldía, de venganza, de repulsa que ha ido incinerando el bosque de mi alma, ya envejecida, arrugada como mi cuerpo, como mi carne.
Volverá a amanecer mañana sobre los montes sanabresas y de La Carballeda, enlutados por tanta muerte de los hermanos árboles, de los hermosos ciervos, de los recios jabalíes. Y se extrañarán los rayos de la luna de encontrar una noche tan negra sobre los campos zamoranos, mientras alguien recordará aquel poema de William Wordsworth, añorando un nuevo esplendor de la hierba sobre las tierras zamoranas:
“Pues aunque el resplandor que en otro tiempo fue tan brillante
hoy esté por siempre oculto a mis miradas,
aunque nada pueda hacer volver la hora
del esplendor en la hierba, de la gloria en las flores,
no debemos afligirnos, pues encontraremos
fuerza en el recuerdo,
en aquella primera simpatía
que habiendo sido una vez, habrá de ser por siempre,
en los sosegados pensamientos que brotaron
del humano sufrimiento
y en la fe que mira a través de la muerte,
y en los años, que traen consigo las ideas filosóficas.”
Normas de participación
Esta es la opinión de los lectores, no la de este medio.
Nos reservamos el derecho a eliminar los comentarios inapropiados.
La participación implica que ha leído y acepta las Normas de Participación y Política de Privacidad
Normas de Participación
Política de privacidad
Por seguridad guardamos tu IP
216.73.216.149