Mª Soledad Martín Turiño
Lunes, 01 de Septiembre de 2025
ZAMORANA

Dicen que quiera y no quiero

Dicen que quiera y no quiero
porque querer es poder,
si pudiera yo querría,
pero no puedo querer.

[Img #101403]

 

Así empezaba uno de los muchos poemas que he escrito a lo largo de mi vida, y recuerdo estos versos ahora, a propósito de una de esas charlas de sobremesa, en las que todo el mundo está relajado, hay quien se levanta para tomar el café en otro lugar, y quedan solo dos o tres personas que divagan sobre lo humano y lo divino, en un afán por escucharse, con esa suave y plácida modorra que deja el vino ingerido durante la comida.

 

Nos quedamos alrededor de la mesa solo cuatro personas, del grupo yo era la de mayor edad y me limité a escuchar observando a aquellos adultos que para mí seguían siendo los niños que tanto quise un día. Los primos: tres chicas y un chico empezaron a hablar de la actualidad, la política, el papel de las personas mayores, la soledad… eran temas que iban y venían, se hilvanaban, se deshacían y volvían a armarse con las opiniones de cada uno, las refutaciones, los comentarios…

 

He de decir que aquella comida era una forma de reunir a una familia desunida a causa de un suceso luctuoso: la muerte de un familiar. Acabábamos de llegar del cementerio donde nuestro ser querido reposaba ya para siempre y había que comer antes de que cada uno retomara su vida y desapareciera. Se formaron grupos que se deslizaban por la casa familiar observando las estancias, comentando y recordando cuando eran niños y correteaban por aquellas habitaciones que solían estar a oscuras y a ellos les producían una sensación temerosa cuando los mayores estaban sesteando y la casa en calma.

 

Ahora eran todos mayores; algunos habían llegado con sus cónyuges que curioseaban e intentaban congeniar con aquellos parientes que conocían tan poco. En un momento determinado los primos, a requerimiento de nuestro abogado, se reunieron a solas para leer el testamento. Les observaba sentados alrededor de la enorme mesa del despacho, todos atentos a las palabras del letrado que leía mientras ellos, serios y circunspectos, escuchaban atentamente. Cuando terminó la lectura del testamento, se produjo un silencio y luego todos se miraron entre sí con un gesto de incredulidad porque ninguno esperaba aquella decisión.

 

La finada era tía de los muchachos y había vivido sola, recluida desde siempre en aquel caserón, y durante los últimos diez años, enferma, y sin apenas valerse por sí misma hasta que me llamó –era mi hermana- y acudí a su casa para acompañarla quedándome con ella y atendiéndola hasta su muerte. Ese fue el motivo de que yo no entrara a escuchar sus últimas voluntades, porque ya las conocía. Durante muchas tardes habíamos hablado de ello y no había un solo día en que aquella mujer que ya descansaba para siempre, no lamentara que ninguno de sus sobrinos tuviera a bien hacerle una visita o llamarla por teléfono alguna vez para saber cómo se encontraba.

 

Al no haber tenido hijos, se daba por hecho que serían precisamente los sobrinos quienes heredasen una parte de su hacienda, ya que la otra me la había legado a mí. Cuando se produjo el deceso, me ocupé de llamarlos y todos acudieron al sepelio. Casi no les reconocía; se habían convertido en hombres y mujeres con quienes no me unían más lazos que los de sangre porque llevábamos los mismos apellidos, pero no de cariño por la falta de trato.

 

Salieron taciturnos del despacho, algunos incluso no ocultaron su indignación cuando se enteraron de que su tía no les había dejado nada, y la herencia que teóricamente les correspondía, la había donado a una ONG.

 

Me apenó ver sus rostros, unos irónicos, otros claramente contrariados y todos con prisa por irse de allí cuanto antes. Tras ellos salió el abogado que era para nosotras uno más de la familia, ya que desde siempre había llevado los asuntos legales de la casa. Antes de despedirse, les miró y les dijo:

 

  • Ahora vuestra tía, ésta que siempre está callada, que ha vivido para los demás, y que lo dejó todo para cuidar a su hermana, también se queda sola.

 

A lo que respondí, con la voz tan serena como fui capaz:

 

  • No Bernardo, déjalo estar. Estas personas saben perfectamente la situación que había y la que hay. Son adultos, instruidos y con una vida plena. Además, se les está haciendo tarde para coger coches, trenes y aviones y regresar a sus vidas.

 

Tras pronunciar estas palabras, me retiré dejándolos allí durante un breve espacio de tiempo, el justo para que se despidieran y partieran a sus diferentes destinos. Bernardo me acompañó un rato y cuando empezaba a oscurecer le urgí a que se retirara a descansar, no sin antes prometerle una y otra vez que iba a estar bien.

 

Subí a mi habitación y cogí al azar uno de los cuadernos donde, desde hacía años, acostumbraba a escribir pensamientos, vivencias e impresiones y, el azar quiso que se abriera por esos versos que expresaban perfectamente lo que sentía por aquellos muchachos:

 

Dicen que quiera y no quiero

porque querer es poder,

si pudiera yo querría,

pero no puedo querer.

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