COSAS MÍAS
Amar a Zamora como a una dama
Amo a Zamora como a una mujer, con pasión, con locura, sin límite. Zamora también me duele hasta hacerme llorar, como me causa daño la dama que he querido y me rechaza sin saber por qué. Zamora es una venerable ancianita que se desarrollo contra natura, en contra de su historia. La fémina que deseo todavía es más joven que mi ciudad, pero necesita también cariño, mimos, caricias. Zamora me inspira, como esa dama que te amó sin amar. Y yo le escribo cartas cargadas de deseos, porque la quiero más bonita, más poblada, más joven. No quiero que mengue, que se haga más pequeñita, que la afeen, que se rinda. También me encanta que sus hijos, una minoría, se olvidan del conformismo, que sean más audaces, menos pusilánimes.
De Zamora me gusta todo, como cuando me enamoro de una señorita, desde la textura de su epidermis hasta de sus cabellos de nubes, de cirros y nimbos; desde su columna vertebral, el padre Duero hasta el color de su mirada, siempre distinta, al ritmo de la luz del día. Pero también critico la falta de fe en el progreso de los zamoranos, de los políticos de aquí que viven allí, a las órdenes de las respectivas jerarquías, nunca al servicio de sus gentes, de sus mayores, de sus jóvenes.
Quizá no supe cómo amar a Zamora, porque me quedé a respirar entre sus nieblas, a protegerme de las heladas con verbos apasionados, y no tomé el camino del pueblo sefardita. Quizá no aprendí jamás a amar a una dama, porque renuncié a permanecer a la vera de una fémina que no me distingue del vulgo, que no me ama. Zamora, sin embargo, tampoco me demostró su pasión, pero he seguido escribiéndole misivas enamoradas. Mi amor por mi ciudad, a del alma, la que nos acusa y también nos alienta, durará más allá de mi muerte, desde que mis cenizas se confundan con el polvo enamorado entre los cipreses de camposanto de San Atilano.
Eugenio-Jesús de Ávila
Amo a Zamora como a una mujer, con pasión, con locura, sin límite. Zamora también me duele hasta hacerme llorar, como me causa daño la dama que he querido y me rechaza sin saber por qué. Zamora es una venerable ancianita que se desarrollo contra natura, en contra de su historia. La fémina que deseo todavía es más joven que mi ciudad, pero necesita también cariño, mimos, caricias. Zamora me inspira, como esa dama que te amó sin amar. Y yo le escribo cartas cargadas de deseos, porque la quiero más bonita, más poblada, más joven. No quiero que mengue, que se haga más pequeñita, que la afeen, que se rinda. También me encanta que sus hijos, una minoría, se olvidan del conformismo, que sean más audaces, menos pusilánimes.
De Zamora me gusta todo, como cuando me enamoro de una señorita, desde la textura de su epidermis hasta de sus cabellos de nubes, de cirros y nimbos; desde su columna vertebral, el padre Duero hasta el color de su mirada, siempre distinta, al ritmo de la luz del día. Pero también critico la falta de fe en el progreso de los zamoranos, de los políticos de aquí que viven allí, a las órdenes de las respectivas jerarquías, nunca al servicio de sus gentes, de sus mayores, de sus jóvenes.
Quizá no supe cómo amar a Zamora, porque me quedé a respirar entre sus nieblas, a protegerme de las heladas con verbos apasionados, y no tomé el camino del pueblo sefardita. Quizá no aprendí jamás a amar a una dama, porque renuncié a permanecer a la vera de una fémina que no me distingue del vulgo, que no me ama. Zamora, sin embargo, tampoco me demostró su pasión, pero he seguido escribiéndole misivas enamoradas. Mi amor por mi ciudad, a del alma, la que nos acusa y también nos alienta, durará más allá de mi muerte, desde que mis cenizas se confundan con el polvo enamorado entre los cipreses de camposanto de San Atilano.
Eugenio-Jesús de Ávila
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