
COSAS DE DE LA BIEN CERCADA
El Puente de Piedra y el Duero, historia de una gran amistad
Eugenio-Jesús de Ávila
El Puente de Piedra no sé si es un felón del Duero o un amigo del hombre. Sostengo que los ríos necesitan que los seres humanos le acariciemos dermis y epidermis, sentirnos dentro de sus carnes de agua, de sus esqueletos de piedras y cantos rodados. Tengo para mí que el Duero siente que no hay otro caudal de agua como él en España, capaz de conjugar elegancia en su indumentaria, con un fuerte carácter, que demuestra cuando se enfada, llevándose en su curso labores agrícolas, chopos enamorados y rijosos, juncos despeinados y riberas ninfómanas.
El Duero pasa por Zamora con cierta altanería, propia de un aristócrata fluvial, besando los labios de las Peñas de Santa Marta, dialogando con las murallas medievales y jugando al tute con las carpas, vigilado por el viaducto románico o protogótico, testigo de sus muchas broncas con la naturaleza, debido a esas cotillas de las borrascas, que solo dejan lluvia a destiempo y vientos que despeinan sus cabellos de agua.
El río que vertebra la ciudad del Romancero, la Bien Cercada, nunca ha querido volver a rondar a Zamora con sus bandurrias de agua, húmedas guitarras y su capa de niebla. Se va a las hermanas tierras lusas con unos cuantos versos, un nuevo título –río duradero- y con el consuelo de los poetas, que siempre sueñan amores eternos cuando se están muriendo.
El Duero llega llorado a Portugal. No quiere que sus lágrimas dulces se las beban los viñedos que crean el vino de Oporto. En tierras lusas, antes de morirse, este río, nacido en la columna vertebral de Iberia, confiesa siempre su amor a las zamoranas tierras, secas, pero apasionadas; fieles, pero sexuales. Y deja su herencia de peces, de crecidas y sequías a su íntimo amigo, el más bello puente de la España eterna: el viaducto románico de la ciudad del alma. Y le ruega que se mantenga en pie, que aguante el peso de la historia, que no se desmoronen sus tajamares y que las palomas limpien las legañas de sus ojos.
Nuestro viaducto románico, ahora restauradas sus mejillas, merced a la ternura y la sensibilidad del regidor de la ciudad, se dispone a sacar sus pectorales de piedra, pero echará siempre en falta sus dos torres, el toque de su distinción, el que le convirtió en el más bello de España, un galán entre los puentes.
Eugenio-Jesús de Ávila
El Puente de Piedra no sé si es un felón del Duero o un amigo del hombre. Sostengo que los ríos necesitan que los seres humanos le acariciemos dermis y epidermis, sentirnos dentro de sus carnes de agua, de sus esqueletos de piedras y cantos rodados. Tengo para mí que el Duero siente que no hay otro caudal de agua como él en España, capaz de conjugar elegancia en su indumentaria, con un fuerte carácter, que demuestra cuando se enfada, llevándose en su curso labores agrícolas, chopos enamorados y rijosos, juncos despeinados y riberas ninfómanas.
El Duero pasa por Zamora con cierta altanería, propia de un aristócrata fluvial, besando los labios de las Peñas de Santa Marta, dialogando con las murallas medievales y jugando al tute con las carpas, vigilado por el viaducto románico o protogótico, testigo de sus muchas broncas con la naturaleza, debido a esas cotillas de las borrascas, que solo dejan lluvia a destiempo y vientos que despeinan sus cabellos de agua.
El río que vertebra la ciudad del Romancero, la Bien Cercada, nunca ha querido volver a rondar a Zamora con sus bandurrias de agua, húmedas guitarras y su capa de niebla. Se va a las hermanas tierras lusas con unos cuantos versos, un nuevo título –río duradero- y con el consuelo de los poetas, que siempre sueñan amores eternos cuando se están muriendo.
El Duero llega llorado a Portugal. No quiere que sus lágrimas dulces se las beban los viñedos que crean el vino de Oporto. En tierras lusas, antes de morirse, este río, nacido en la columna vertebral de Iberia, confiesa siempre su amor a las zamoranas tierras, secas, pero apasionadas; fieles, pero sexuales. Y deja su herencia de peces, de crecidas y sequías a su íntimo amigo, el más bello puente de la España eterna: el viaducto románico de la ciudad del alma. Y le ruega que se mantenga en pie, que aguante el peso de la historia, que no se desmoronen sus tajamares y que las palomas limpien las legañas de sus ojos.
Nuestro viaducto románico, ahora restauradas sus mejillas, merced a la ternura y la sensibilidad del regidor de la ciudad, se dispone a sacar sus pectorales de piedra, pero echará siempre en falta sus dos torres, el toque de su distinción, el que le convirtió en el más bello de España, un galán entre los puentes.
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