Mª Soledad Martín Turiño
Lunes, 06 de Octubre de 2025
ZAMORANA

Dos amigos

Mº Soledad Martín Turiño

¡Cuántos malentendidos por no comentar las cosas a tiempo, cuántos silencios que necesitaban ser aclarados, cuánto tiempo perdido por un orgullo tergiversado que puede enconar incluso la más bella amistad, y solo por no explicarse a tiempo!

 

Conozco el caso de dos personas cercanas que, desde la escuela, habían sido más que amigos hermanos; los años hicieron que ese vínculo se reforzara y, ni siquiera la distancia, logró separar una amistad verdadera que estuvo por encima de vidas diferentes, niveles sociales distintos e incluso largos periodos sin verse, ya que vivían en diferentes provincias; sin embargo, cuando tenían la oportunidad de estar juntos, volvía ese hermanamiento, esa comunión de ideas y un torbellino de intimidades que ponían sobre la mesa para analizarlas y estudiarlas en común .

 

Todo era miel sobre hojuelas entre ellos hasta el día en que sus respetivas consortes entraron a formar parte de sus vidas. Eran buenas mujeres, pero ya las relaciones entre los amigos se espaciaron aún más, porque la vida que ambos habían construido con ellas demandaban otros tiempos y prioridades diferentes. A pesar de que seguían en contacto, se veían menos y cada uno formó su propia familia: llegaron los hijos y la vida se fue complicando gratamente, pero aquella amistad se resintió, sobre todo porque había temporadas que ni siquiera sabían el uno del otro. Eso unido a la interesada intromisión de las mujeres, provocó que dejaran de tener contacto.

 

Andrés se había quedado en el pueblo y para él la vida había rodado sin tantas complicaciones porque todo había seguido un orden natural. Su trabajo en el campo, en soledad y al aire libre, le vaciaba la mente y le compensaba de las ausencias y la falta de hijos que para su mujer había supuesto un duro golpe; mientras que Pablo vivía en la ciudad, la vida le sonreía, tenía un buen puesto de trabajo y cuatro niños que ocupaban todo su tiempo.

 

En verano, Pablo regresó al pueblo tras varios años de ausencia, para enseñar a su familia el lugar donde había nacido y, sobre todo, para reencontrarse con su amigo. Temía ese momento porque lo había reproducido en su mente muchas veces, con todas las opciones posibles; la vida les había cambiado y, tal vez, Andrés ya no fuera la persona que tanto había querido y con quien había compartido los mejores momentos de su vida.

 

Quedaron en casa de Andrés y el reencuentro fue mejor de lo que ambos hubieran pensado. Con el primer abrazo, el tiempo se detuvo y volvieron a ser los niños, los adolescentes y los adultos de siempre, contándose sus cosas; las mujeres congeniaron perfectamente y los críos estaban encantados de que les llevaran al rio para ver ranas, insectos y corretear sin miedo por aquellas calles llenas de niños como ellos.

 

Hablaron sin parar, se pusieron al día de sus respectivas vidas, y entonces se dieron cuenta de que habían forjado una relación tan sólida que ni el tiempo ni la distancia podrían doblegarla jamás.

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