ZAMORANA
Su día a día
Cada mañana pasa a la misma hora por debajo de casa en un tour matutino que le sirve para cargar pilas, caminar sin prisas y gozar de una Zamora que bosteza con las claras del día dispuesta a empezar una nueva jornada. Camina ligera y solo de vez en cuando tiene que frenar su paso para descansar cuando las cuestas de esta urbe se lo indican. Tras recuperar el aliento, continúa. Los recorridos, pese a ser diferentes cada día tienen, sin embargo, un punto común: su punto de partida y llegada es siempre el mismo.
Suele levantarse temprano, desayuna frugalmente, se viste con ropa y calzado cómodos y sale a la calle. A esa hora, la ciudad está desierta; solo los repartidores se apresuran a llevar sus productos a las tiendas para que cuando abran al público todo esté abastecido, mientras los empleados de limpieza barren y riegan las calles. Como es una habitual del paseo matutino, ya la conocen y a diario saluda a estas personas sin frenar su paso.
En ocasiones sale del casco histórico y camina junto al rio, de una punta a otra de la ciudad, dejando a su derecha un Duero cuyas aguas brillan con los primeros rayos del sol. En los senderos contiguos al rio, pueden verse deportistas que corren o caminan controlando el número de pasos. Eso a ella no le importa; simplemente camina ligero y cuando se cansa, se sienta un rato. En otras ocasiones se adentra en un Valorio desierto retándose a sí misma porque siente un disimulado recelo por si aparece alguien que pueda asustarla.
Esta zamorana que no siempre vivió aquí, ahora renueva la fidelidad a su ciudad de nacimiento, tras muchos años de estar lejos: primero en el pueblo que la vio nacer, y después, motivada por las circunstancias, en otra provincia, aunque nunca perdió los vínculos que la ataban a Zamora. Ahora, a las puertas de la ancianidad es cuando más viva se siente. Ha construido una subsistencia de retazos, ha criado un hijo y perdió a sus padres, como manda la ley natural que rige la vida; así que puede permitirse dedicar un tiempo para sí misma.
Sin saberlo, recrea costumbres ancestrales del pueblo con las que disfruta: recupera el aprendizaje de bolillos, croché y trabajos de artesanía que la vinculan a sus ancestros y también ha recobrado el hábito de acudir al rosario cada tarde en la iglesia cercana a su casa. Luego, su marido la recoge y los dos hacen la ruta que todos los zamoranos conocen y muchos practican: desde Santa Clara al castillo y vuelta: un paseo apacible.
Lleva una vida tranquila y no espera mucho más, porque así es feliz. Su familia lo es todo, pero ha sabido encontrar un hueco para sí misma. La considero mi amiga y, de algún modo, me siento más segura al saber que en alguna de sus rutas, cuando pasa bajo mis ventanas, controla que todo esté en orden. Eso me calma.
Mª Soledad Martín Turiño
Cada mañana pasa a la misma hora por debajo de casa en un tour matutino que le sirve para cargar pilas, caminar sin prisas y gozar de una Zamora que bosteza con las claras del día dispuesta a empezar una nueva jornada. Camina ligera y solo de vez en cuando tiene que frenar su paso para descansar cuando las cuestas de esta urbe se lo indican. Tras recuperar el aliento, continúa. Los recorridos, pese a ser diferentes cada día tienen, sin embargo, un punto común: su punto de partida y llegada es siempre el mismo.
Suele levantarse temprano, desayuna frugalmente, se viste con ropa y calzado cómodos y sale a la calle. A esa hora, la ciudad está desierta; solo los repartidores se apresuran a llevar sus productos a las tiendas para que cuando abran al público todo esté abastecido, mientras los empleados de limpieza barren y riegan las calles. Como es una habitual del paseo matutino, ya la conocen y a diario saluda a estas personas sin frenar su paso.
En ocasiones sale del casco histórico y camina junto al rio, de una punta a otra de la ciudad, dejando a su derecha un Duero cuyas aguas brillan con los primeros rayos del sol. En los senderos contiguos al rio, pueden verse deportistas que corren o caminan controlando el número de pasos. Eso a ella no le importa; simplemente camina ligero y cuando se cansa, se sienta un rato. En otras ocasiones se adentra en un Valorio desierto retándose a sí misma porque siente un disimulado recelo por si aparece alguien que pueda asustarla.
Esta zamorana que no siempre vivió aquí, ahora renueva la fidelidad a su ciudad de nacimiento, tras muchos años de estar lejos: primero en el pueblo que la vio nacer, y después, motivada por las circunstancias, en otra provincia, aunque nunca perdió los vínculos que la ataban a Zamora. Ahora, a las puertas de la ancianidad es cuando más viva se siente. Ha construido una subsistencia de retazos, ha criado un hijo y perdió a sus padres, como manda la ley natural que rige la vida; así que puede permitirse dedicar un tiempo para sí misma.
Sin saberlo, recrea costumbres ancestrales del pueblo con las que disfruta: recupera el aprendizaje de bolillos, croché y trabajos de artesanía que la vinculan a sus ancestros y también ha recobrado el hábito de acudir al rosario cada tarde en la iglesia cercana a su casa. Luego, su marido la recoge y los dos hacen la ruta que todos los zamoranos conocen y muchos practican: desde Santa Clara al castillo y vuelta: un paseo apacible.
Lleva una vida tranquila y no espera mucho más, porque así es feliz. Su familia lo es todo, pero ha sabido encontrar un hueco para sí misma. La considero mi amiga y, de algún modo, me siento más segura al saber que en alguna de sus rutas, cuando pasa bajo mis ventanas, controla que todo esté en orden. Eso me calma.
Mª Soledad Martín Turiño
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