ZAMORANA
Diagnóstico fatal
Acababan de diagnosticarle un tumor de mal pronóstico; pasó los días siguientes a la noticia de su enfermedad alejado de su entorno para meditar las acciones que debía emprender. Todo había sucedido demasiado deprisa, él era un hombre relativamente joven considerando que la esperanza media de vida estaba aún lejos de su edad; era deportista, cuidaba su físico, su dieta y tenía la mente siempre activa, pero el cáncer es una espada de Damocles suspendida sobre muchas cabezas que aún ignoran su presencia.
Alberto estaba aturdido por aquella noticia, unido a la consiguiente pesadumbre que tenía su familia: su mujer le miraba fijamente incapaz de decir una palabra, sus hijos lloraban en secreto y había desaparecido la alegría y el bullicio que dominaba su casa; paradójicamente era él, el paciente, el enfermo, quien daba ánimos a los demás, hasta que no aguantó más. Se fue unos días, solo, a la casita de la playa, a pensar –dijo-, y a aclarar las ideas. Por supuesto, al principio quisieron acompañarle, pero ante su firme determinación, optaron por acatar su plan.
Recuperó muchas horas de calma en la soledad de aquellos mágicos atardeceres, paseando por la orilla del mar, sin pensar en nada, dejándose llevar, ajeno a horarios y tiempos impuestos; cuando tenía hambre, comía; cuando tenía sueño, se acostaba… y aquel fue un bálsamo que le calmó unos días hasta que tuvo la fuerza suficiente para enfrentarse al problema. Como buen matemático, calculó tiempos y probabilidades, consultó estadísticas y sopesó los pros y contras de la situación: empezar un tratamiento que sería duro y con bastantes efectos secundarios para no conseguir una sanación, o dejarlo todo y permitir que la naturaleza actuara acabando con todo cuando fuera menester: ese era su dilema.
Echando la vista atrás, fue consciente de que la vida había sido generosa con él, disfrutaba de una posición sólida, una familia respetable y unida y algunos amigos, pocos, pero de verdad.
Por pura casualidad, coincidió con su vecino una mañana al salir de paseo; como él, utilizaba la casa de la playa como segunda residencia y había recalado allí un par de días antes de seguir su viaje a casa. Decidieron tomar un café; el sol brillaba, la arena estaba más dorada que nunca y el mar se había vestido de azul intenso. Tomaron asiento en una terraza del paseo marítimo; llegaba hasta ellos el rumor de las olas que era la más bella música de fondo imaginable.
Tras unos minutos, Alberto contó con detalle la situación a su vecino; después permanecieron en silencio un rato y fue él quien, de nuevo, habló:
“Lo que más me preocupa es lo que dejo atrás. Debería haber hecho más cosas, haber perdido menos el tiempo, haberme ocupado más de los míos, he sufrido por preocupaciones que ahora me parecen tan estúpidas…”
Su vecino le tomó una mano, la apretó con cariño y le dijo:
“Te ha tocado a ti, esto es una lotería perversa, y créeme que lo lamento mucho; pero te estás haciendo la pregunta equivocada; no pienses en lo que dejas atrás, piensa en lo que te llevas: te llevarás el amor de tu familia, el respeto de tus compañeros de trabajo, el cariño de amigos como yo que estamos ahí, aunque nos veamos poco. Te llevas mucho”.
Continuaron hablando de todo y nada; a veces volvía a escena la decisión que debía tomar; otras, simplemente gozaban con aquel paisaje maravilloso y con la gente que paseaba feliz y ajena a su problema.
Alberto regresó a casa. Su familia había decidido mostrarse de una forma natural, sin hacer la situación aún más dramática; así que le recibieron con alivio de volver a verle; regresaba tranquilo, con una serenidad que se reflejaba en la sonrisa con que les abrazó uno por uno. Luego se sentaron alrededor de la mesa y les dijo:
“He tomado una decisión”.
Sabía que todo seguiría igual tras su marcha, que el mundo no se paraba ante un diagnóstico fatal; además así debía ser, porque no es sano vivir con un dolor enclavado en el alma. Recordaría en sus últimos momentos, rodeado de su familia, a su vecino, y aquella conversación tan sanadora que tuvieron una mañana sin prisas cuando el mundo era solo de ellos y el mar les regaló aquel color azul intenso y una luz espléndida que fue su última visión.
Mª Soledad Martín Turiño
Acababan de diagnosticarle un tumor de mal pronóstico; pasó los días siguientes a la noticia de su enfermedad alejado de su entorno para meditar las acciones que debía emprender. Todo había sucedido demasiado deprisa, él era un hombre relativamente joven considerando que la esperanza media de vida estaba aún lejos de su edad; era deportista, cuidaba su físico, su dieta y tenía la mente siempre activa, pero el cáncer es una espada de Damocles suspendida sobre muchas cabezas que aún ignoran su presencia.
Alberto estaba aturdido por aquella noticia, unido a la consiguiente pesadumbre que tenía su familia: su mujer le miraba fijamente incapaz de decir una palabra, sus hijos lloraban en secreto y había desaparecido la alegría y el bullicio que dominaba su casa; paradójicamente era él, el paciente, el enfermo, quien daba ánimos a los demás, hasta que no aguantó más. Se fue unos días, solo, a la casita de la playa, a pensar –dijo-, y a aclarar las ideas. Por supuesto, al principio quisieron acompañarle, pero ante su firme determinación, optaron por acatar su plan.
Recuperó muchas horas de calma en la soledad de aquellos mágicos atardeceres, paseando por la orilla del mar, sin pensar en nada, dejándose llevar, ajeno a horarios y tiempos impuestos; cuando tenía hambre, comía; cuando tenía sueño, se acostaba… y aquel fue un bálsamo que le calmó unos días hasta que tuvo la fuerza suficiente para enfrentarse al problema. Como buen matemático, calculó tiempos y probabilidades, consultó estadísticas y sopesó los pros y contras de la situación: empezar un tratamiento que sería duro y con bastantes efectos secundarios para no conseguir una sanación, o dejarlo todo y permitir que la naturaleza actuara acabando con todo cuando fuera menester: ese era su dilema.
Echando la vista atrás, fue consciente de que la vida había sido generosa con él, disfrutaba de una posición sólida, una familia respetable y unida y algunos amigos, pocos, pero de verdad.
Por pura casualidad, coincidió con su vecino una mañana al salir de paseo; como él, utilizaba la casa de la playa como segunda residencia y había recalado allí un par de días antes de seguir su viaje a casa. Decidieron tomar un café; el sol brillaba, la arena estaba más dorada que nunca y el mar se había vestido de azul intenso. Tomaron asiento en una terraza del paseo marítimo; llegaba hasta ellos el rumor de las olas que era la más bella música de fondo imaginable.
Tras unos minutos, Alberto contó con detalle la situación a su vecino; después permanecieron en silencio un rato y fue él quien, de nuevo, habló:
“Lo que más me preocupa es lo que dejo atrás. Debería haber hecho más cosas, haber perdido menos el tiempo, haberme ocupado más de los míos, he sufrido por preocupaciones que ahora me parecen tan estúpidas…”
Su vecino le tomó una mano, la apretó con cariño y le dijo:
“Te ha tocado a ti, esto es una lotería perversa, y créeme que lo lamento mucho; pero te estás haciendo la pregunta equivocada; no pienses en lo que dejas atrás, piensa en lo que te llevas: te llevarás el amor de tu familia, el respeto de tus compañeros de trabajo, el cariño de amigos como yo que estamos ahí, aunque nos veamos poco. Te llevas mucho”.
Continuaron hablando de todo y nada; a veces volvía a escena la decisión que debía tomar; otras, simplemente gozaban con aquel paisaje maravilloso y con la gente que paseaba feliz y ajena a su problema.
Alberto regresó a casa. Su familia había decidido mostrarse de una forma natural, sin hacer la situación aún más dramática; así que le recibieron con alivio de volver a verle; regresaba tranquilo, con una serenidad que se reflejaba en la sonrisa con que les abrazó uno por uno. Luego se sentaron alrededor de la mesa y les dijo:
“He tomado una decisión”.
Sabía que todo seguiría igual tras su marcha, que el mundo no se paraba ante un diagnóstico fatal; además así debía ser, porque no es sano vivir con un dolor enclavado en el alma. Recordaría en sus últimos momentos, rodeado de su familia, a su vecino, y aquella conversación tan sanadora que tuvieron una mañana sin prisas cuando el mundo era solo de ellos y el mar les regaló aquel color azul intenso y una luz espléndida que fue su última visión.
Mª Soledad Martín Turiño



















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