ZAMORANA
Jornada en el Hospital
Día de lluvia. La tarde se acorta y el tiempo parece no tener lugar en este sitio inhóspito y, a la vez, sanador, porque un hospital resulta ser ambas cosas. Duele ver las urgencias abarrotadas de seres sufrientes: jóvenes, ancianos, hombres y mujeres sentados en sillas de ruedas, apoyados en sillones incomodos, e incluso acostados en camillas a ambos lados del pasillo, sin privacidad alguna, con rostros en los que se refleja el dolor; las salas de espera colmadas de enfermos y familiares que se mezclan, a veces en silencio, otras en un batiburrillo de conversaciones entrelazadas.
Camillas tiradas por los profesionales de la salud se abren paso entre la gente, la intimidad está ausente. Todos escuchan los comentarios o el resumen final del especialista que informa al paciente de su estado antes de que se vaya y otro ocupe su lugar en la sala de espera.
La incertidumbre se debate entre el dolor y la esperanza, porque solo cuando nos vemos privados de la salud, nos volvemos más humanos, más frágiles, dependientes de que hagan y deshagan con nuestro cuerpo lo que sea preciso para reponerlo.
De pronto, un grito desgarrador despabila a todos y los pone en guardia. Alguien acaba de recibir una mala noticia y ha surgido el horror en forma de chillido. La sala de urgencias permanece muda un instante, todos se quedan cabizbajos pensando quizá que ellos tendrán más suerte o, en el peor de los casos, que si ocurre algo fatal haya alguien que les acompañe en esos momentos. ¡Es tan necesaria la compañía, el calor de los demás, una palabra amable o una mano en el hombro cuando se recibe un mal pronóstico!
El hospital, la casa de los remiendos que todos pretendemos olvidar, esa a la que solo se acede cuando el cuerpo se resiente, está ahí, vigilante, a nuestro servicio, con un grupo –siempre escaso- de profesionales que velan por ganar la batalla a la muerte, por preservar la vida todo lo posible y en las mejores condiciones; sanitarios a los que no tenemos en la estima que se merecen; solo cuando nos toca estar a su merced, en sus manos, es cuando somos conscientes de su importancia.
Decía Noel Clarasó que “la medicina es el arte de disputar los hombres a la muerte de hoy, para cedérselos en mejor estado, un poco más tarde”, y es bien certera porque en la actualidad se hace lo imposible para prolongar la vida en las mejores condiciones. El hospital es el lugar donde cada día se vive y se muere, nace y se acaba la vida. Hoy, sencillamente, es una jornada más.
Mª Soledad Martín Turiño
Día de lluvia. La tarde se acorta y el tiempo parece no tener lugar en este sitio inhóspito y, a la vez, sanador, porque un hospital resulta ser ambas cosas. Duele ver las urgencias abarrotadas de seres sufrientes: jóvenes, ancianos, hombres y mujeres sentados en sillas de ruedas, apoyados en sillones incomodos, e incluso acostados en camillas a ambos lados del pasillo, sin privacidad alguna, con rostros en los que se refleja el dolor; las salas de espera colmadas de enfermos y familiares que se mezclan, a veces en silencio, otras en un batiburrillo de conversaciones entrelazadas.
Camillas tiradas por los profesionales de la salud se abren paso entre la gente, la intimidad está ausente. Todos escuchan los comentarios o el resumen final del especialista que informa al paciente de su estado antes de que se vaya y otro ocupe su lugar en la sala de espera.
La incertidumbre se debate entre el dolor y la esperanza, porque solo cuando nos vemos privados de la salud, nos volvemos más humanos, más frágiles, dependientes de que hagan y deshagan con nuestro cuerpo lo que sea preciso para reponerlo.
De pronto, un grito desgarrador despabila a todos y los pone en guardia. Alguien acaba de recibir una mala noticia y ha surgido el horror en forma de chillido. La sala de urgencias permanece muda un instante, todos se quedan cabizbajos pensando quizá que ellos tendrán más suerte o, en el peor de los casos, que si ocurre algo fatal haya alguien que les acompañe en esos momentos. ¡Es tan necesaria la compañía, el calor de los demás, una palabra amable o una mano en el hombro cuando se recibe un mal pronóstico!
El hospital, la casa de los remiendos que todos pretendemos olvidar, esa a la que solo se acede cuando el cuerpo se resiente, está ahí, vigilante, a nuestro servicio, con un grupo –siempre escaso- de profesionales que velan por ganar la batalla a la muerte, por preservar la vida todo lo posible y en las mejores condiciones; sanitarios a los que no tenemos en la estima que se merecen; solo cuando nos toca estar a su merced, en sus manos, es cuando somos conscientes de su importancia.
Decía Noel Clarasó que “la medicina es el arte de disputar los hombres a la muerte de hoy, para cedérselos en mejor estado, un poco más tarde”, y es bien certera porque en la actualidad se hace lo imposible para prolongar la vida en las mejores condiciones. El hospital es el lugar donde cada día se vive y se muere, nace y se acaba la vida. Hoy, sencillamente, es una jornada más.
Mª Soledad Martín Turiño























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