Jueves, 20 de Noviembre de 2025

Mª Soledad Martín Turiño
Jueves, 20 de Noviembre de 2025
ZAMORANA

Última visita

Mª Soledad Martín Turiño

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Entro despacio en aquel caserón sellado, lo primero que noto es un olor a cerrado, a viejo; abro las ventanas para que la luz venza a la oscuridad y, de paso, voy entrando en contacto con las diferentes piezas de la casa: el largo pasillo, a la derecha la sala principal presidida por una enorme mesa con cuatro sillas, un armario ropero, un locero y dos alcobas incluidas y separadas por gruesas cortinas de terciopelo escarlata. A la izquierda del pasillo veo la panera, abro la puerta y a través de un ventanuco pequeño distingo montones de sacos apilados, útiles para la matanza, algún mueble viejo que no encontró acomodo en casa de los hijos y recaló aquí, y algunos aperos de labranza.

 

Continuando mi recorrido, casi al final del pasillo está la cantarera: una pieza pequeña llena de cántaros y vasijas vacías que en su día guardaron aceite y agua; luego se llega a una habitación grande que servía como sala, comedor y cuarto de estar a la vez. La presidía un enorme reloj de suelo, un escaño, dos mesas y dos sillones de paja. En un pechero, tras la puerta, colgaban las pellizas y algún mantón o toquilla, todo en color negro.

 

Desde esta sala se llegaba a otra alcoba similar a la principal con dos dormitorios cerrados con sendas puertas de cristal para que pudieran recibir algo de luz. El cuarto tenía un gran aparador con cuatro profundos cajones, un lavabo de porcelana blanco y, en el extremo opuesto la máquina de coser Singer de mi abuela que hacía tiempo que no tenía uso.

 

Desde el comedor se accedía a la cocina, compuesta por un enorme hogar con lumbre encendida todo el día, una enorme pila de piedra que desaguaba en el corral, una pequeña cocina eléctrica y la alhacena verde siempre provista de chorizos y tocino para la merienda, además de platos, sartenes y ollas. Por la cocina se llegaba a la cuadra a través de unos anchos peldaños y allí empezaba el mundo animal: los pesebres para las mulas, la conejera, el pajar… un poco más allá el granero, el horno para hacer el pan o los dulces y la leñera.

 

El corral era un espacio enorme donde se ubicaban las pocilgas y el gallinero, alejados de la vivienda para evitar los olores propios de este ganado. Las gallinas corrían sueltas por todo el entorno y ponían sus huevos debajo de un lavabo de piedra, junto al pozo, o en el interior de una rueda de tractor que servía como jardín de crisantemos y gladiolos para llevar al cementerio por el Día de los Santos.

 

Anexo a la casa se ubicaba el garaje; allí se guardaba el tractor, además de bidones de gasoil y, en ocasiones, de algún arado listo para ir a cultivar la tierra. Sobre repisas colgadas de la pared había un sinfín de herramientas, azadas y algún yugo de la época en que se labraban las tierras con bueyes.

 

Así era, a grandes rasgos, la casa que formó parte de mi niñez y adolescencia; ahora no existe; desde que mis abuelos fallecieron se quedó vacía y, con el transcurso del tiempo, empezó a ceder la viga principal y con ella se hundió toda la vivienda; ahora solo queda un solar como vestigio de lo que fue un día, donde crece maleza sin control.

 

Esta es la historia de una casa que una vez estuvo llena de vida, perteneciente a una familia de agricultores, con hombres y mujeres que formaron parte de un pueblo donde todos se conocían, se ayudaban, donde en una época (yo llegué a conocerlo siendo niña), los tratos se rubricaban sin escritos, solo con un apretón de manos y eso era palabra de ley. El trabajo era duro y nadie se quejaba porque había que sacar adelante a la familia; hombres y mujeres trabajaban en los campos, en la casa, cuidando a los animales, criando a los hijos y no había quejas; los roles estaban repartidos y las cosas se hacían como se habían hecho siempre, sin más cuestionamientos.

 

Se valoraban las costumbres y se respetaban las instituciones: el cura, el alcalde, el médico y el maestro eran las fuerzas vivas del pueblo. Echando la vista atrás, cierto es que había cosas con las que no se comulga en la actualidad, pero considero que cada época hay que juzgarla en su momento, no desde la perspectiva actual; y entonces las cosas eran así.

 

Los niños iban a la escuela y luego ayudaban en casa con sus hermanos menores, haciendo pequeños recados o atendiendo a los ancianos, porque en muchas casas convivían dos o tres generaciones: padres, hijos y abuelos.

 

Si doy marcha atrás en el tiempo, puedo recrear sonidos, olores y voces de dos generaciones que se fueron y ya solo perviven en el recuerdo de quienes les conocimos. Todo ha pasado demasiado deprisa; me gustaría perderme en la memoria y dar marcha atrás en el tiempo, siquiera por unos minutos, para regresar a aquellos tiempos que considero los más felices; tal vez fuera porque yo entonces no tenía responsabilidades, y la vida siempre se percibe mejor cuando se goza de una libertad no recortada por compromisos y obligaciones; en cualquier caso, la sensación de absoluta libertad, de unión con la naturaleza como algo natural, ya que la tierra era la que proveía lo necesario para vivir, y el placer de escuchar a los mayores, con ese vocabulario propio de nuestra tierra zamorana, su peculiar acento, el analfabetismo -que entonces era una lacra muy extendida-, y las curiosas expresiones que la gente utilizaba para hacerse entender… era todo un placer.

 

Recuerdos agridulces, como versificaba el gran Espronceda:

 

¿Por qué volvéis a la memoria mía,

tristes recuerdos del placer perdido,

a aumentar la ansiedad y la agonía

de este desierto corazón herido?

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