El hombre otoño en la ciudad invierno

Eugenio-Jesús de Ávila

Lo he escrito y comentado con cierta asiduidad: soy un hombre otoño, como Zamora es ciudad invierno. Y así lo confieso, porque me parezco a cualquier árbol de hoja caduca que va perdiendo sus hojas. A mí me quedan muchas ramas, pero deshojadas, y algún nido de jilguero seco, abandonado. Busco la savia del saber en la tierra de los libros, de las gentes inteligentes, de los eruditos. Porque no me canso de conocer. Cuanto más sé, asumo qué mis conocimientos sobre arte, historia, politología, sociología, literatura, cine apenas me distinguen del vulgo. Sin embargo, ya no me queda apenas esa clorofila del deseo necesaria para disfrutar de la fotosíntesis del placer.

A diferencia del otoño, que siempre aguarda una primavera, un servidor camina hacia el invierno vital, que consiste en dejar de creer en Dios y en la nada, en la política y en la sociedad, en el amor y la pasión. Pero mientras sea otoño de noviembre, mantendré mi alma abierta a las emociones que procura el erotismo, a la sensibilidad que te despierta un buen libro, a las caricias de una mirada femenina, al abrazo de un amigo, a la belleza de una obra maestra cinematográfica, a la libertad que los malandrines de la res pública nos quieren robar.

Ya no queda ni un mes para la Navidad, las fiestas a las que me psique muestra su mayor rechazo, porque la hipocresía, siempre latente en nuestra sociedad, alcanza su máximo esplendor. Las ausencias de las personas que tanto me enseñaron y amaron me impiden celebrar este acontecimiento religioso, para lo más, o festejar el solsticio de invierno, la victoria del sol, el triunfo de la luz sobre las sombras, para los que no saben en qué creer.

Mientras mi ser entra en su invierno, me iré transformando en misántropo. Mi experiencia me ha colocado muy lejos del hombre y muy cerca del nihilismo.