Las lluvias que matan

Resulta difícil, cuando llevas todo el día viendo llover a través de una ventana y tienes una hoja de papel en blanco -en este caso, una digitalizada de Word- abstenerse de escribir sobre la lluvia, glosar su forma de caer o sobre esa gota que se desgrana en otras más pequeñas que ya no alcanzas a ver.

Cierto que no todo es poético en la lluvia y, a veces -muchas- desborda lo previsible, igual que desborda caminos o acequias, se mete en las casas -muchas de ella construidas contra natura, en sitios que no se debería construir- y se lleva vidas, trae lágrimas de impotencia y de las otras y, sobre todo, dolor indecible. Por mucho que queramos, no nos podemos poner en el lugar de las personas que han vivido esas riadas, esas desgracias como las de Valencia y sus gotas frías, las puntuales del camping de Biescas o las tan cercanas para nosotros como fue la riada de Ribadelago, tras la rotura de la presa de Vega de Tera hace ya tantos años, pero que siempre están con nosotros, en nuestros pensamientos aconfesionales o en las plegarias de los creyentes.

Cuando intento acercarme a esas desgracias en primera persona, me viene a la mente un aguacero vivido en plena carretera, conduciendo un “2 caballos” en el que me acompañaban una mujer, un perro y un gato, cerca de la localidad abulense de El Tiemblo, camino del embalse de San Juan, con una treintena de vehículos aparcados forzosamente, sin otro remedio, ya que era imposible ver qué ocurría más allá de los cristales y con el limpiaparabrisas sin dar abasto. Terminado el torrencial, se siguió camino y aquello acabó en untemos incumplido.
Siendo un niño, en el pueblo de mis ancestros -qué palabra más fea- viví una riada de aguas turbias y marrones que amenazaba con meterse en las casas y, aunque el agua desbarató cosechas- no traspasó el umbral de ninguna puerta y otras de mis experiencias que no pasaron del susto y de lo cual que me alegro.