ZAMORANA
Un día cualquiera
Cada mañana y cada noche prepara con parsimonia las medicinas que debe tomar para aliviar sus múltiples achaques; las saca del pastillero una a una y las va colocando en un vasito para tenerlas preparadas en el desayuno y en la cena. Le han organizado un sistema sencillo para que no se confunda, y su hijo le ha rotulado el nombre de cada medicina en el casillero correspondiente indicándole: “mañana” o “noche” para que sepa cuando debe tomar cada una. Una vez ha cumplido ese rito, se sienta en el comedor esperando que su fiel asistenta le deje el desayuno en la mesa: un tazón de leche caliente con pan migado que ha tomado durante toda su vida y que no cambia, a pesar de que hayan pasado tantos años. Es lo que mejor le sienta y lo llama “desayuno de pobres”, aunque él dice que queda como un rey cuando ha terminado.
Tras un breve descanso, se levanta ayudado por su bastón y sale a la enorme terraza acristalada desde donde puede ver su hacienda: los árboles, la mayoría frutales, los campos sembrados de hortalizas y verduras, y un terreno yermo que de tiempo en tiempo manda arar con la mula mecánica para que se vea cuidado y libre de hierbajos.
Pasa la mayor parte de la mañana allí sentado y no se cansa del espectáculo, aunque sea el mismo día tras día; espanta a los pájaros cuando los frutos de los árboles están naciendo para que no se los coman, dando golpes con el bastón y gritando para asustarles, pese a que su hijo intenta disuadirle diciendo que a estas alturas, ya muy crecidos los árboles, hay fruto suficiente para los pájaros, el consumo de la casa, y todavía sobra para regalar a algún vecino y a las dependientas de la farmacia.
Lo que antes suponía para él un motivo de libertad: coger el autobús y llegarse hasta el pueblo de al lado para comprar el pan y algunas cosas que no necesitaba, ahora le resulta prácticamente imposible. El peldaño del autobús resulta muy costoso de subir, no tiene el mismo equilibrio de antes y teme que vuelva a perderse como ocurrió en aquella ocasión cuando se despistó y dio un enorme susto a la familia; así que su mundo se reduce a su casa y lo que ve desde ella; para él es suficiente, con eso y sus pensamientos tiene el día ocupado, porque piensa mucho, tantas horas de soledad le han acostumbrado a tener una sistemática de recuerdos que rememora día a día para no olvidar: anécdotas de cuando era joven, cuando vivía su mujer, cuando estaban en el pueblo, su experiencia una vez salió de él y el regreso a este lugar donde ha formado lo que será su última morada.
Su hijo viene a verle de vez en cuando y todos los días le llama por teléfono para interesarse por su estado, y la fiel Agripina no le deja ni a sol ni a sombra; su presencia constante pasa desapercibida, y a él le da una sensación de autonomía, pero siempre está vigilando, atenta a cualquier necesidad: unas veces le lleva un vaso de agua, le da un caramelo, le pone una mantita, o se sienta un rato con él a comentarle las ultimas noticias políticas que tanto le gustaron siempre. Ahora ya no escucha los debates a los que era tan aficionado, ni tampoco las tertulias, porque dice que le cansan y además porque hemos llegado a una sociedad decadente que ha tirado por tierra todos los valores en los que se educó y educó a su hijo, y eso le disgusta mucho.
En alguna ocasión acude un vecino a visitarle, y sus ojos brillan como nunca, porque hablan de sus cosas, cosas de mayores, a veces intranscendentes, pero para él suponen un soplo de aire fresco en su cotidiana soledad. Los días transcurren lentos, interminables… en las tardes de invierno suele jugar con Agripina a las cartas o al dominó para matar el tiempo; y alguna vez, con la picardía de un niño, se permite hacer alguna trampa que ella hace como que no ve.
Los domingos por la mañana ve la misa por televisión, más por costumbre que por fervor religioso, tenían ese hábito cuando su mujer vivía y lo ha seguido manteniendo desde que falta.
En invierno enciende la chimenea y le gusta ver crepitar el fuego durante horas. A veces asa castañas en la vieja trébede que conserva de cundo vivía en el pueblo, y un agradable olor se expande por toda la casa.
Una vida sencilla de alguien que casi ha completado la suya y espera, con paciencia, llenar el tiempo que le quede de la mejor forma posible.
Mª Soledad Martín Turiño
Cada mañana y cada noche prepara con parsimonia las medicinas que debe tomar para aliviar sus múltiples achaques; las saca del pastillero una a una y las va colocando en un vasito para tenerlas preparadas en el desayuno y en la cena. Le han organizado un sistema sencillo para que no se confunda, y su hijo le ha rotulado el nombre de cada medicina en el casillero correspondiente indicándole: “mañana” o “noche” para que sepa cuando debe tomar cada una. Una vez ha cumplido ese rito, se sienta en el comedor esperando que su fiel asistenta le deje el desayuno en la mesa: un tazón de leche caliente con pan migado que ha tomado durante toda su vida y que no cambia, a pesar de que hayan pasado tantos años. Es lo que mejor le sienta y lo llama “desayuno de pobres”, aunque él dice que queda como un rey cuando ha terminado.
Tras un breve descanso, se levanta ayudado por su bastón y sale a la enorme terraza acristalada desde donde puede ver su hacienda: los árboles, la mayoría frutales, los campos sembrados de hortalizas y verduras, y un terreno yermo que de tiempo en tiempo manda arar con la mula mecánica para que se vea cuidado y libre de hierbajos.
Pasa la mayor parte de la mañana allí sentado y no se cansa del espectáculo, aunque sea el mismo día tras día; espanta a los pájaros cuando los frutos de los árboles están naciendo para que no se los coman, dando golpes con el bastón y gritando para asustarles, pese a que su hijo intenta disuadirle diciendo que a estas alturas, ya muy crecidos los árboles, hay fruto suficiente para los pájaros, el consumo de la casa, y todavía sobra para regalar a algún vecino y a las dependientas de la farmacia.
Lo que antes suponía para él un motivo de libertad: coger el autobús y llegarse hasta el pueblo de al lado para comprar el pan y algunas cosas que no necesitaba, ahora le resulta prácticamente imposible. El peldaño del autobús resulta muy costoso de subir, no tiene el mismo equilibrio de antes y teme que vuelva a perderse como ocurrió en aquella ocasión cuando se despistó y dio un enorme susto a la familia; así que su mundo se reduce a su casa y lo que ve desde ella; para él es suficiente, con eso y sus pensamientos tiene el día ocupado, porque piensa mucho, tantas horas de soledad le han acostumbrado a tener una sistemática de recuerdos que rememora día a día para no olvidar: anécdotas de cuando era joven, cuando vivía su mujer, cuando estaban en el pueblo, su experiencia una vez salió de él y el regreso a este lugar donde ha formado lo que será su última morada.
Su hijo viene a verle de vez en cuando y todos los días le llama por teléfono para interesarse por su estado, y la fiel Agripina no le deja ni a sol ni a sombra; su presencia constante pasa desapercibida, y a él le da una sensación de autonomía, pero siempre está vigilando, atenta a cualquier necesidad: unas veces le lleva un vaso de agua, le da un caramelo, le pone una mantita, o se sienta un rato con él a comentarle las ultimas noticias políticas que tanto le gustaron siempre. Ahora ya no escucha los debates a los que era tan aficionado, ni tampoco las tertulias, porque dice que le cansan y además porque hemos llegado a una sociedad decadente que ha tirado por tierra todos los valores en los que se educó y educó a su hijo, y eso le disgusta mucho.
En alguna ocasión acude un vecino a visitarle, y sus ojos brillan como nunca, porque hablan de sus cosas, cosas de mayores, a veces intranscendentes, pero para él suponen un soplo de aire fresco en su cotidiana soledad. Los días transcurren lentos, interminables… en las tardes de invierno suele jugar con Agripina a las cartas o al dominó para matar el tiempo; y alguna vez, con la picardía de un niño, se permite hacer alguna trampa que ella hace como que no ve.
Los domingos por la mañana ve la misa por televisión, más por costumbre que por fervor religioso, tenían ese hábito cuando su mujer vivía y lo ha seguido manteniendo desde que falta.
En invierno enciende la chimenea y le gusta ver crepitar el fuego durante horas. A veces asa castañas en la vieja trébede que conserva de cundo vivía en el pueblo, y un agradable olor se expande por toda la casa.
Una vida sencilla de alguien que casi ha completado la suya y espera, con paciencia, llenar el tiempo que le quede de la mejor forma posible.
Mª Soledad Martín Turiño























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