ZAMORANA
Zamora, el puerto que me cobijó
Mª Soledad Martín Turiño
![[Img #103819]](https://eldiadezamora.es/upload/images/12_2025/690_7075_soledad.jpg)
Cuando siento la huella del tiempo que me acerca a un final cada vez más próximo y la idea me agobia hasta cortarme la respiración, salgo de casa y me pierdo junto a tus murallas, recorro la calle del Troncoso que, inevitablemente, me transporta al medievo y avisto de pronto la catedral que, pese a ser la más pequeña y antigua de la comunidad autónoma, es, sin embargo, una de las más bellas. Su cúpula gallonada y la torre aneja la hacen especial y diferente. Frente a ella, sentado en uno de los bancos, recreo la vista en esta construcción tan hermosa, acentuada con el fondo de un cielo inevitablemente azul, como si fuera pintado a propósito para reforzar la intensidad de la piedra.
Al cabo de un rato, sin perder la muralla que en todo momento sigue a mi lado, bajo hasta el rio. Amo este Duero que se me ha metido en el alma, lo cruzo sobre el puente de piedra, camino por la orilla y regreso atravesándolo por el de hierro; después subo, no sin cierto cansancio debido a la caminata, por la Avenida de Portugal hasta llegar al centro. Allí acostumbro a tomar un refrigerio mientras contemplo el ir y venir de la gente; cuando he descansado, regreso por Santa Clara (otra de mis inevitables rutinas diarias), me confundo con los viandantes, miro los comercios, gozo de la plaza de Zorrilla (a mi parecer, la más bonita de Zamora), y me encamino a casa donde me espera una charla con las musas para continuar el libro que llevo escribiendo desde hace años y parece no tener fin.
Zamora es mi fuente de inspiración y, a veces, protagonista de mi historia; la historia de una vida que comenzó en un pueblo que veía la capital como algo lejano e importante, un lugar donde solo se acudía para ir al médico o hacer algún ineludible trámite administrativo. El resto del tiempo se pasaba en la vieja villa donde siempre me sentí feliz, sin echar de menos otro lugar hasta que, obligado por las circunstancias, por la edad y por la búsqueda de un futuro mejor, me vi obligado a salir de allí y recalar en un lugar hostil y diferente al que hube de acostumbrarme hasta poder regresar.
Cuando rompí las cadenas y decidí volver, el pueblo estaba vacío, los pocos conocidos eran muy mayores o se habían ido –real y metafóricamente-, apenas quedaba nadie de mi pasado, faltaban servicios, el pueblo estaba muy vacío, casi sin vida… y entonces decidí recalar en aquella Zamora desconocida para mí. El flechazo fue inmediato; de pronto me encontré en casa, fui bien acogido por una ciudad pequeña, pero hermosa; vibrante, con ganas de no enquistarse en el pasado; sin darme cuenta, me convertí en un zamorano más y decidí hacer algo por la urbe que tan bien había encajado en mi vida: luchar por ella de la única forma que sabía: escribiendo; unas veces para criticarla, otras para ensalzarla, siempre para agradecer su hospitalidad.
![[Img #103819]](https://eldiadezamora.es/upload/images/12_2025/690_7075_soledad.jpg)
Cuando siento la huella del tiempo que me acerca a un final cada vez más próximo y la idea me agobia hasta cortarme la respiración, salgo de casa y me pierdo junto a tus murallas, recorro la calle del Troncoso que, inevitablemente, me transporta al medievo y avisto de pronto la catedral que, pese a ser la más pequeña y antigua de la comunidad autónoma, es, sin embargo, una de las más bellas. Su cúpula gallonada y la torre aneja la hacen especial y diferente. Frente a ella, sentado en uno de los bancos, recreo la vista en esta construcción tan hermosa, acentuada con el fondo de un cielo inevitablemente azul, como si fuera pintado a propósito para reforzar la intensidad de la piedra.
Al cabo de un rato, sin perder la muralla que en todo momento sigue a mi lado, bajo hasta el rio. Amo este Duero que se me ha metido en el alma, lo cruzo sobre el puente de piedra, camino por la orilla y regreso atravesándolo por el de hierro; después subo, no sin cierto cansancio debido a la caminata, por la Avenida de Portugal hasta llegar al centro. Allí acostumbro a tomar un refrigerio mientras contemplo el ir y venir de la gente; cuando he descansado, regreso por Santa Clara (otra de mis inevitables rutinas diarias), me confundo con los viandantes, miro los comercios, gozo de la plaza de Zorrilla (a mi parecer, la más bonita de Zamora), y me encamino a casa donde me espera una charla con las musas para continuar el libro que llevo escribiendo desde hace años y parece no tener fin.
Zamora es mi fuente de inspiración y, a veces, protagonista de mi historia; la historia de una vida que comenzó en un pueblo que veía la capital como algo lejano e importante, un lugar donde solo se acudía para ir al médico o hacer algún ineludible trámite administrativo. El resto del tiempo se pasaba en la vieja villa donde siempre me sentí feliz, sin echar de menos otro lugar hasta que, obligado por las circunstancias, por la edad y por la búsqueda de un futuro mejor, me vi obligado a salir de allí y recalar en un lugar hostil y diferente al que hube de acostumbrarme hasta poder regresar.
Cuando rompí las cadenas y decidí volver, el pueblo estaba vacío, los pocos conocidos eran muy mayores o se habían ido –real y metafóricamente-, apenas quedaba nadie de mi pasado, faltaban servicios, el pueblo estaba muy vacío, casi sin vida… y entonces decidí recalar en aquella Zamora desconocida para mí. El flechazo fue inmediato; de pronto me encontré en casa, fui bien acogido por una ciudad pequeña, pero hermosa; vibrante, con ganas de no enquistarse en el pasado; sin darme cuenta, me convertí en un zamorano más y decidí hacer algo por la urbe que tan bien había encajado en mi vida: luchar por ella de la única forma que sabía: escribiendo; unas veces para criticarla, otras para ensalzarla, siempre para agradecer su hospitalidad.




















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