REFLEXIONES
El odio como síntoma de enfermedad del alma
Eugenio-Jesús de Ávila
El odio no es más envidia sublimada. A un servidor, que no es nada, solo un ser mortal que a nadie pidió nacer, pero que, de momento, tampoco he convocado a las parcas para que me presentaran a Caronte, le odian personajes que ni me conocen, ni saben cómo soy, ni nada ni de mi vida. Son gente, pues, envidiosa; gente gregaria a la que le molesta la libertad del prójimo; gente que estaría encantada de que todos, aquí y allá, formáramos parte del rebaño del poder.
Sí sé, por experiencia, que el odio es más poderoso que el amor. Como he comentado, la inquina hinca sus raíces en la infancia y crece durante la juventud. Porque el ser humano, cuando sus deseos no se vinculan a la realidad, inicia su camino hacia lo que considera un fracaso que, más tarde, se convertirá en frustración.
Quizá uno de mis innumerables defectos radicase en mi falta de ambición. Fui conformista en mis profesiones. Ni pensé ser catedrático de Historia, ni director de Le Figaro. Confieso que me habría encantado ser amante de Mónica Bellucci. Sueños imposibles que no causan enormes daños en los adentros.
A estas alturas del camino hacia la nada, la vida te ha ido retirando defectos y te quedan al aire algunas virtudes, escondidas durante décadas. Nunca odié a nadie. Solo he tenido amigos de esos que defino como buenas personas. Yo no soy malo del todo, pero no alcancé esa bonhomía. Y, desde niño, atraje a seres humanos poco agraciados por la naturaleza y la economía, y causé repulsa a los hijos de las tinieblas. Una vez, ha tiempo, una meiga gallega, me confesó que venía de otra dimensión a buscar almas grandes para llevarlas a otro espacio.
Compadezco al que odia, porque sufre en silencio su descontento consigo mismo, tanto que odia en el prójimo lo que le repugna en su ser. Se odia siempre lo que es mejor, tus carencias, la orfandad de talento, inteligencia, belleza, cultura. No se odia lo grotesco, lo siniestro, lo indigno. Lo que una persona normal ama, el ser que odia lo detesta.
Eugenio-Jesús de Ávila
Eugenio-Jesús de Ávila
El odio no es más envidia sublimada. A un servidor, que no es nada, solo un ser mortal que a nadie pidió nacer, pero que, de momento, tampoco he convocado a las parcas para que me presentaran a Caronte, le odian personajes que ni me conocen, ni saben cómo soy, ni nada ni de mi vida. Son gente, pues, envidiosa; gente gregaria a la que le molesta la libertad del prójimo; gente que estaría encantada de que todos, aquí y allá, formáramos parte del rebaño del poder.
Sí sé, por experiencia, que el odio es más poderoso que el amor. Como he comentado, la inquina hinca sus raíces en la infancia y crece durante la juventud. Porque el ser humano, cuando sus deseos no se vinculan a la realidad, inicia su camino hacia lo que considera un fracaso que, más tarde, se convertirá en frustración.
Quizá uno de mis innumerables defectos radicase en mi falta de ambición. Fui conformista en mis profesiones. Ni pensé ser catedrático de Historia, ni director de Le Figaro. Confieso que me habría encantado ser amante de Mónica Bellucci. Sueños imposibles que no causan enormes daños en los adentros.
A estas alturas del camino hacia la nada, la vida te ha ido retirando defectos y te quedan al aire algunas virtudes, escondidas durante décadas. Nunca odié a nadie. Solo he tenido amigos de esos que defino como buenas personas. Yo no soy malo del todo, pero no alcancé esa bonhomía. Y, desde niño, atraje a seres humanos poco agraciados por la naturaleza y la economía, y causé repulsa a los hijos de las tinieblas. Una vez, ha tiempo, una meiga gallega, me confesó que venía de otra dimensión a buscar almas grandes para llevarlas a otro espacio.
Compadezco al que odia, porque sufre en silencio su descontento consigo mismo, tanto que odia en el prójimo lo que le repugna en su ser. Se odia siempre lo que es mejor, tus carencias, la orfandad de talento, inteligencia, belleza, cultura. No se odia lo grotesco, lo siniestro, lo indigno. Lo que una persona normal ama, el ser que odia lo detesta.
Eugenio-Jesús de Ávila























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