NOCTURNOS ERÓTICOS
Amar cuando ya no te queda tiempo
Werther del Duero
Si existiera Dios, le preguntaría, en ese juicio final sobre mi vida, por qué no me permitió amar a esa mujer durante décadas, por qué me la presentó tan a deshora, cuando ya no tenía ni ganas de amar, aburrido del tedio de copular sin sentido, del sexo sin pasión, sin poesía; por qué me robó el tiempo de amar y me lo cambió por un tiempo de vulgar hedonismo, de deleite de la carne y cansancio del alma; por qué me mostró a un ser tan bello y lo alejó de mi cuando mis bronquios se habían llenado de su perfume, mis manos de su piel, mi mirada de su rostro delicado, simétrico, perfecto.
Desconocía que a mi edad se pudiera amar más y mejor, con mayor delicadeza, sentido, inteligencia, talento. Ahora, con más pasado que futuro en mi memoria, el deseo se convierte en clamor por la belleza; construiría un templo con el cuerpo de esa mujer; considero penitencia, cada segundo que no me hallo ante su presencia, tortura abandonar sus entrañas.
En estas últimas páginas del libro de mi vida, escribiré palabras sobre el agua, verbos que se evaporen, sintaxis para que copulen las oraciones y se escuchen los jadeos de un hombre que quiso amar, que fue amado y que se morirá enamorado de una dama a la que idolatró antes de conocerla, casi como a una diosa.
Isabel llegó a mi vida como una aparición celestial. Se marchó como el sol entre la niebla del otoño en Zamora. Sé que está ahí, arriba, en otra dimensión, amada y amante, deseada y buscada. Pero mi vulgaridad le impide regresar para dar calor a este tiempo de despedidas de lo que fui y ya no seré.
Werther del Duero
Si existiera Dios, le preguntaría, en ese juicio final sobre mi vida, por qué no me permitió amar a esa mujer durante décadas, por qué me la presentó tan a deshora, cuando ya no tenía ni ganas de amar, aburrido del tedio de copular sin sentido, del sexo sin pasión, sin poesía; por qué me robó el tiempo de amar y me lo cambió por un tiempo de vulgar hedonismo, de deleite de la carne y cansancio del alma; por qué me mostró a un ser tan bello y lo alejó de mi cuando mis bronquios se habían llenado de su perfume, mis manos de su piel, mi mirada de su rostro delicado, simétrico, perfecto.
Desconocía que a mi edad se pudiera amar más y mejor, con mayor delicadeza, sentido, inteligencia, talento. Ahora, con más pasado que futuro en mi memoria, el deseo se convierte en clamor por la belleza; construiría un templo con el cuerpo de esa mujer; considero penitencia, cada segundo que no me hallo ante su presencia, tortura abandonar sus entrañas.
En estas últimas páginas del libro de mi vida, escribiré palabras sobre el agua, verbos que se evaporen, sintaxis para que copulen las oraciones y se escuchen los jadeos de un hombre que quiso amar, que fue amado y que se morirá enamorado de una dama a la que idolatró antes de conocerla, casi como a una diosa.
Isabel llegó a mi vida como una aparición celestial. Se marchó como el sol entre la niebla del otoño en Zamora. Sé que está ahí, arriba, en otra dimensión, amada y amante, deseada y buscada. Pero mi vulgaridad le impide regresar para dar calor a este tiempo de despedidas de lo que fui y ya no seré.

















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